domingo, 22 de febrero de 2015

MARTÍN RIVAS - Alberto Blest Gana - Cap 11

11



Reinaba, como dijimos, grande animación entre las personas que componían la tertulia ordinaria de don Dámaso Encina.
Era la noche del 19 de agosto, y desde algún tiempo circulaba la noticia de que la Sociedad de la Igualdad sería disuelta por orden del Gobierno. Citábase como prueba el ataque de cuatro hombres armados, hecho en una de las noches anteriores, al tiempo de instalarse en la Chimba el grupo número 7 de los que componían esa sociedad.
Martín se sentó después de ser presentado por don Dámaso a las personas de su tertulia, y la conversación, interrumpida un momento, siguió de nuevo.
-La autoridad -dijo don Fidel Elías, respondiendo a una objeción que se le acababa de hacer- está en su derecho de disolver esa reunión de demagogos, porque ¿qué se llama autoridad?
El derecho de mando; luego, mandando disolver, está, como dije, en su derecho. Doña Francisca, mujer del opinante, se cubrió el rostro, horrorizada de aquella lógica autoritaria.
-Además -repuso don Simón Arenal, viejo solterón que presumía de hombre de importancia-, un buen pueblo debe contentarse con el derecho de divertirse en las festividades públicas y no meterse en lo que no entiende.
Si cada artesano da su opinión en política, no veo la utilidad de estudiar. Don Dámaso, que tenía perdida la esperanza de ser comisionado por el Gobierno, como se le había hecho esperar, se hallaba en aquella noche bajo la influencia de los periódicos liberales, cuyos artículos recordaba perfectamente. -El derecho de asociación -dijo- es sagrado.
Es una de las conquistas de la civilización sobre la barbarie. Prohibirlo es hacer estéril la sangre de los mártires de la libertad y además...
-Yo te viera hablar de mártires y de libertad cuando te vengan a quitar tu fortuna -exclamó interrumpiéndole don Fidel.
-Aquí no se trata de atacar la propiedad -replicó don Dámaso.
-Se equivoca usted dijo don Simón Arenal-.
¿Cree usted que ese título es tomado sin premeditación? Sociedad de la Igualdad quiere decir que trabajará para establecer la igualdad, y como lo que más se opone a ella es la diferencia de fortunas, claro es que los ricos serán los patos de la boda. -Eso es: les canards des noces -dijo el elegante Agustín. -Sobre eso no hay duda, señor -le dijo también Emilio Mendoza, que había aprobado hasta entonces con la cabeza. Don Dámaso se quedó pensativo.
Aquellos argumentos contra la seguridad de su fortuna, con que por entonces se trataba de intimidar a todo rico que se presentaba con tendencias al liberalismo, le dejaron perplejo y taciturno.
-Los hombres de valor como usted -le dijo Emilio- deben aprovechar esta oportunidad para ofrecer su apoyo al Gobierno.
Claro -repuso don Fidel con su afición a los silogismos-: es el deber de todo buen patriota, porque la patria está representada por el Gobierno; luego, apoyándolo es el modo de manifestarse patriota.
-Pero, hijo -replicó doña Francisca-, tu proposición es falsa porque... -Ta, ta, ta, -interrumpió don Fidel-, las mujeres no entienden de política; ¿no es así, caballero? -añadió dirigiéndose a Martín, que era el más próximo que tenía.
-No es ésa mi opinión, señor -respondió Rivas con modestia.
Don Fidel le miró con espanto.
-¡Cómo! -exclamó. Luego, cual si una idea súbita le iluminase: -¿Es usted soltero? -le preguntó. -Si, señor.
-Ah, por eso, pues hombre; no hablemos más. En este momento entró Clemente Valencia, que siempre llegaba más tarde que los demás.
-Vengo de la calle de las Monjitas -dijo-, donde me detuvo un tropel de gente.
-¿Qué es revolución? -preguntaron a un tiempo palideciendo don Fidel y don Simón. -No es revolución; pero si la hay, el Gobierno tiene la culpa contestó Valencia, causando con esta frase gran admiración a los que le oían, porque estaban acostumbrados a la dificultad con que el capitalista hilvanaba una frase.
-Creo que con política, hasta los tontos se ponen elocuentes -dijo doña Francisca a Leonor, que tenía a su lado. -Vamos, hombre, ¿qué hay?, estás esuflado -dijo Agustín a Valencia, que se calló cuando todos esperaban en silencio la explicación de aquellas palabras.
-Si, ¿qué es lo que hay? -dijeron los demás. -Había sesión general en la Sociedad de la Igualdad -contestó Clemente.
-Eso ya lo sabíamos. -La sesión concluyó a las diez.
-Gran noticia -dijo doña Francisca por lo bajo.
-Esto es lo que me contaron en la calle -añadió el joven. -¿Y qué más? -preguntó Agustín-, ¿qué arribó después? -Entraron unos hombres al salón donde quedaban algunos socios y cargaron a palos con ellos.
-¡A palos! -dijeron hombres y mujeres.
-¡A golpes de bastones! -exclamó Agustín con acento afrancesado.
-Es una atrocidad -dijo indignada doña Francisca-; parece que no estuviéramos en país civilizado.
-¡Mujer, mujer! -replicó don Fidel-, el Gobierno sabe lo que hace; ¡no te metas en política! -Si pero esto es muy fuerte -dijo Agustín-, esto depasa los límites. -El deber de la autoridad -exclamó don Simón- es velar por la tranquilidad, y esta asociación de revoltosos la amenazaba directamente.
-¡Pero eso es exasperar! objetó exaltada doña Francisca.
-¡Qué importa; el Gobierno tiene la fuerza! -Bien hecho, bien hecho, que les den duro -dijo don Fidel-; ¿no les gusta meterse en lo que no deben? -Pero esto puede traer una revolución -dijo don Dámaso. -Ríase de eso -le contestó don Simón-; es la manera de hacerse respetar. Todo Gobierno debe manifestarse fuerte ante los pueblos; es el modo de gobernar.
-Pero eso es apalear y no gobernar -replicó Martín, cuyo buen sentido y generosos instintos se rebelaban contra la argumentación de los autoritarios.
-Dice bien el señor don Simón -replicó Emilio Mendoza-; al enemigo, con lo más duro.
-Extraña teoría caballero -repuso Martín, picado-; hasta ahora había creído que la nobleza consistía en la generosidad para con el enemigo.
-Con otra clase de enemigos; pero no con los liberales -contestó Mendoza con desprecio. Rivas se acercó a una mesa, reprimiendo su despecho.
-No discuta usted, porque no oirá otras razones -le dijo doña Francisca. Continuó la conversación política entre los hombres, y las señoras se acercaron a una mesa, sobre la cual un criado acababa de poner una bandeja con tazas de chocolate. Martín observó a Leonor durante todo el tiempo que duró la visita y le fue imposible conocer la opinión de la niña respecto de las diversas opiniones emitidas.
Otro tanto le sucedió cuando quiso averiguar si Leonor daba la preferencia a alguno de sus dos galanes, con cada uno de los cuales la vio conversar alternativamente, sin que en su rostro se pintase más que una amabilidad de etiqueta, muy distinta de la turbación que retrata el rostro de la mujer cuando escucha palabras a las que responde su corazón. Mas este descubrimiento, lejos de alegrar a Martín, le dio un profundo desconsuelo.

Pensó que si Leonor miraba con indiferencia al empleado elegante y al fastuoso capitalista, nunca su atención podría fijarse en él; que no contaba con ningún medio de seducción capaz de competir con los que poseían los que ya reputaba como sus rivales.

Y al mismo tiempo sentía cada vez más avasallado el corazón por la altanera belleza que su amor rodeaba con una aureola divina. Cada uno de sus pensamientos eran, en ese instante, otros tantos idilios sentimentales de los que nacen en la mente de todo enamorado sin esperanzas, y se le figuraba, por momentos, que Leonor era demasiado hermosa para rebajarse hasta sentir amor hacia ningún hombre.

Mientras Rivas luchaba para no dirigir sus ojos sobre Leonor, temiendo que los demás adivinasen lo que pasaba en su corazón, Matilde y su prima se habían separado de la mesa.
-Este joven es el amigo de Rafael -dijo Leonor.
-¿Sabes que es interesante? -contestó Matilde.
-Tu opinión no es imparcial -repuso Leonor, sonriendo.
-¿Le has vuelto a preguntar algo sobre Rafael? -No, porque mis preguntas le hicieron creer que era yo la enamorada y además se ofendió porque sólo le llamaba para hacerle esas preguntas.
-¡Ah, es orgulloso! -Mucho, y me extraña que haya venido esta noche aquí, porque jamás lo había hecho. En la mesa habla rara vez sin que le dirijan la palabra y, cuando lo hace, es para manifestar su desprecio por las opiniones vulgares.
-Veo que lo has estudiado con detención -dijo Matilde en tono de malicia a su prima-, y creo que te estás ocupando de él más que de todos los jóvenes que vienen aquí.
-¡Qué ocurrencia! -contestó Leonor, volviendo desdeñosamente la cabeza. La observación de Matilde había, sin embargo, hecho pensar a Leonor que Martín, sin saberlo ella misma, preocupaba su pensamiento más que lo que ordinariamente lo hacían los otros jóvenes de que en todas partes se veía rodeada.
Esta idea introdujo una extraña turbación en su espíritu e hizo cubrirse de rubor sus mejillas al recordar que ella coincidía con el pensamiento que le ocurrió al ver la alegría con que el joven había recibido antes su disculpa sobre el motivo de sus preguntas acerca de su amigo San Luis. Esa turbación y ese rubor en la que desdeñaba el homenaje de los más elegantes jóvenes de la capital se explican perfectamente en el carácter de una niña mimada por sus padres y por la naturaleza.

Por más que Leonor había manifestado a su prima el deseo de amar, se veía que gran parte de su orgullo estaba cifrado en la indiferencia con que trataba a los jóvenes más admirados por sus amigas. Así es que la idea de haber fijado su atención en uno que miraba como insignificante la disgustó consigo misma, e hizo formar el propósito de poner a prueba su voluntad para triunfar de lo que ella calificó de involuntaria debilidad.
El corazón de la mujer es aficionado especialmente a esta clase de pruebas, en las que encuentra un pasatiempo para disipar el hastío de la indiferencia. Leonor miró a Rivas desde ese instante como a un adversario, sin advertir que su propósito la obligaba a caer en la falta que acababa de reprocharse como una debilidad; es decir, a ocuparse de él. Martín, mientras ella formaba esa resolución, se retiró desesperado.
Como todo el que ama por primera vez, no trataba de combatir su pasión, sino que se complacía en las penas que ella despertaba en su alma. Hallábase bajo el imperio de la dolorosa poesía que encierran los primeros sufrimientos del corazón y saboreaba su tormento encontrando un placer desconocido en abultarse su magnitud. El amor, en estos casos, produce en el alma el vértigo que experimenta el que divisa el vacío bajo sus plantas desde una altura considerable.
Rivas divisó ese vacío de toda esperanza para su alma y la lanzó a estrellarse contra la imposibilidad de ser amado. Estas sensaciones le hicieron olvidar la cita que Rafael le había dado para el día siguiente, y sólo pensó en ella cuando su amigo le dijo al salir de clase: -No olvides que debes venir esta noche a casa.
-¿A dónde vas a llevarme? -preguntó él.
-No faltes y lo verás; quiero ensayar una curación. -¿Con quién? -Contigo; te veo con síntomas muy alarmantes.
-Creo que es inútil -dijo Martín con tristeza, estrechando la mano de San Luis, que se despedía. Este nada contestó, y a dos pasos de Rivas dio un suspiro que desmentía el contento con que acababa de hablar para infundir alegres esperanzas a su amigo.

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