domingo, 22 de febrero de 2015

MARTÍN RIVAS - Alberto Blest Gana - Cap 4

4


Entregado a profunda meditación se hallaba Martín Rivas, después de arreglar su reducido equipaje en los altos que debía a la hospitalidad de don Dámaso. Al encontrarse en la capital, de la que tanto había oído hablar en Copiapó; al verse separado de su familia, que divisaba en el luto y la pobreza; al pensar en la acaudalada familia en cuyo seno se veía admitido tan repentinamente, disputábanse el paso sus ideas en su imaginación y tan pronto se oprimía de dolor su pecho con el recuerdo de las lágrimas de los que había dejado, como palpitaba a la idea de presentarse ante gentes ricas y acostumbradas a las grandezas del lujo, con su modesto traje y sus maneras encogidas por el temor y la pobreza.
En ese momento habían desaparecido para él hasta las esperanzas que acompañan a las almas jóvenes en sus continuas peregrinaciones al porvenir. Sabía, por el criado, que la casa era de las más lujosas de Santiago; que en la familia había una niña y un joven, tipos de gracia y de elegancia; y pensaba que él, pobre provinciano, tendría que sentarse al lado de esas personas acostumbradas al refinamiento de la riqueza.
Esta perspectiva hería el nativo orgullo de su corazón y le hacía perder de vista el juramento que hiciera al llegar a Santiago y las promesas de la esperanza que su voluntad se proponía realizar. A las cuatro y media de la tarde, un criado se presentó ante el joven y le anunció que su patrón le esperaba en la cuadra.
Martín se miró maquinalmente a un espejo que había sobre un lavatorio de caoba, y se encontró pálido y feo; pero antes que su pueril desaliento le abatiese el espíritu, su energía le despertó como avergonzado y la voluntad le habló el lenguaje de la razón. Al entrar en la pieza en que se hallaba la familia, la palidez que le había entristecido un momento antes desapareció bajo el más vivo encarnado. Don Dámaso le presentó a su mujer y a Leonor, que le hiciera un ligero saludo.
En ese momento entró Agustín, a quien su padre presentó también al joven Rivas, que recibió del elegante una pequeña inclinación de cabeza. Esta fría acogida bastó para desconcertar al provinciano, que permanecía de pie, sin saber cómo colocar sus brazos ni encontrar una actitud parecida a la de Agustín, que pasaba sus manos entre su perfumada cabellera.
La voz de don Dámaso, que le ofrecía un asiento, le sacó de la tortura en que se hallaba, y mirando al suelo, tomó una silla distante del grupo que formaban doña Engracia, Leonor y Agustín, que se había puesto a hablar de su paseo a caballo y de las excelentes cualidades del animal en que cabalgaba. Martín envidiaba de todo corazón aquella insípida locuacidad mezclada con palabras francesas y vulgares observaciones, dichas con ridícula afectación. Admiraba además. al mismo tiempo,
la riqueza de los muebles, desconocida para él hasta entonces; la profusión de los dorados, la majestad de las cortinas que pendían delante de las ventanas, y la variedad de objetos que cubrían las mesas de arrimo. Su inexperiencia le hizo considerar cuanto veía como los atributos de la grandeza y de la superioridad verdaderas, y despertó en su naturaleza entusiasta esa aspiración hacia el lujo, que parece sobre todo el patrimonio de la juventud.
Al principio, Martín hizo aquellas observaciones levantando los ojos a hurtadillas, pues, sin conciencia de la timidez que le dominaba, cedía a su poder repentino, sin ocurrírsele combatirlo, como acababa de hacer al bajar de su habitación. Don Dámaso, que era hablador, le dirigió la palabra para informarse de las minas de Copiapó.
Martín vio, al contestar, dirigidos hacia él los ojos de la señora y sus hijos. Y esta circunstancia, lejos de aumentar su turbación, pareció infundirle una seguridad y aplomo repentinos, porque contestó con acierto y voz entera, fijando con tranquilidad su vista en las personas que le observaban como a un objeto curioso.
Mientras hablaba, volvía también la serenidad a su espíritu, gracias a los esfuerzos de su voluntad, naturalmente inclinada a luchar con las dificultades. Y pudo, sólo entonces, observar a las personas que le escuchaban. En el rincón más oscuro de la pieza divisó a doña Engracia, que se colocaba siempre en el punto menos alumbrado para evitar la sofocación. Esta señora tenía en sus faldas una perrita blanca, de largo y rizado pelo, por el cual se veía que acababa de pasar un peine, tal era lo vaporoso de sus rizos.
La perrita levantaba la cabeza de cuando en cuando y fijaba sus luminosos ojos en Martín con un ligero gruñido, al que contestaba cada vez doña Engracia, diciéndole por lo bajo: -¡Diamela! ¡Diamela! Y acompañaba esta amonestación con ligeros golpes de cariño parecidos a los que se dan a un niño regalón después que ha hecho alguna gracia.
Pero Martín se fijó un poco en la señora y en las señales de descontento de Diamela, y dejó también de admirar las pretenciosas maneras del elegante, para detener con avidez la vista sobre Leonor. La belleza de esta niña produjo en su alma una admiración indecible. Lo que experimenta un viajero contemplando la catarata del Niágara o un artista delante del grandioso cuadro de Rafael "La transfiguración" dará, bien explicado, una idea de las sensaciones súbitas y extrañas que surgieron del alma de Martín en presencia de la belleza sublime de Leonor.
Ella vestía una bata blanca con el cinturón suelto como el de las elegantes romanas, sobre un delantal bordado. En cuya parte baja, llena de calados primorosos, se veía la franja de valenciennes de una riquísima enagua. El corpiño, que hacía un pequeño ángulo de escote, dejaba ver una garganta de puros contornos y hacía sospechar la majestuosa perfección de su seno. Aquel traje, sencillo en apariencia, y de gran valor en realidad, parecía realizar una cosa imposible: la de aumentar la hermosura de Leonor, sobre la cual fijó Martín con tan distraída obstinación la vista, que la niña volvió hacia otro lado la suya, con una ligera señal de impaciencia.
Un criado se presentó anunciando que la comida estaba en la mesa cuando Agustín estaba haciendo una descripción del Boulevard de París a su madre, al mismo tiempo que don Dámaso, que en aquel día se inclinaba a la oposición, ponía en práctica sus principios republicanos, tratando a Martín con familiaridad y atención.
Agustín ofreció el brazo izquierdo a su madre, tratando de agarrar a Diamela con la mano derecha. -¡Cuidado, cuidado, niño! exclamó la señora, al ver la poca reverencia con que su primogénito trataba a su perra favorita-; vas a lastimarla.
-No lo crea, mamá contestó el elegante-. Cómo la había de hacer mal cuando encuentro esta perrita charmante. Don Dámaso ofreció su brazo a Leonor, y volviéndose hacia Martín: -Vamos a comer, amigo -le dijo, siguiendo tras su esposa y su hijo.
Aquella palabra "amigo", con que don Dámaso le convidaba, manifestó a Martín la inmensa distancia que había entre él y la familia de su huésped. Un nuevo desaliento se apoderó de su corazón al dirigirse al comedor en tan humilde figura, cuando veía al elegante Agustín asentar su charolada bota sobre la alfombra con tan arrogante donaire, y la erguida frente de Leonor resplandecer con todo el orgullo de su hermosura y de la riqueza.
Mientras tomaban la sopa sólo se oyó la voz de Agustín: -En los Freres provençaux comía diariamente una sopa de tortuga deliciosa decía, limpiándose el bozo que sombreaba su labio superior-. ¡Oh, el pan de París! -añadía, al romper uno de los llamados franceses entre nosotros-, es un pan divino mirobolante.
-¿Y en cuánto tiempo aprendiste el francés? -le preguntó doña Engracia, dando una cucharada de sopa a Diamela y mirando con orgullo a Martín, como para manifestarle la superioridad de su hijo. Mas, sea que con este movimiento no pusiera bien la cuchara en el querido hocico de Diamela, sea que la temperatura elevada de la sopa ofendiese sus delicados labios, la perra lanzó un aullido que hizo dar un salto sobre su silla a doña Engracia; y su movimiento fue tan rápido, que echó a rodar por el mantel el plato que tenía por delante y el líquido que contenía.
-¡No ves, no ves!, ¿qué es lo que te digo? Eso sale por traer perros a la mesa -exclamó don Dámaso. -Pobrecita de mi alma -decía, sin escucharle, doña Engracia, dando fuertes apretones de ternura a Diamela, que ésta aullaba desesperada. -Vamos, cállate polissonne -dijo Agustín a la perra, que, viéndose un instante libre de los abrazos de la señora, se calló repentinamente. Doña Engracia alzó los ojos al cielo como admirando el poder del Creador y, bajándolos sobre su marido, díjole con acento de ternura: -¡Mira, hijo, ya entiende francés esta monada! -¡Oh!, el perro es un animal lleno de inteligencia exclamó Agustín-; en París los llamaba en español y me seguían cuando les mostraba un pedazo de pan.
Un nuevo plato de sopa hizo cesar el descontento de Diamela y dejó restablecerse el orden en la mesa.
-¿Y qué dicen de política en el norte? -preguntó a Martín el dueño de casa.
-Yo he vivido lejos de las poblaciones, señor, con la enfermedad de mi padre -contestó el joven-; de modo que ignoro el espíritu que allí reinaba. -En París hay muchos colores políticos dijo Agustín-; los orleanistas, los de la brancha de los Borbones y los republicanos.
-¿La brancha? -preguntó don Dámaso. -Es decir, la rama de los Borbones -repuso Agustín. -Pero en el norte todos son opositores dijo don Dámaso, dirigiéndose otra vez a Martín. -Creo que es lo más general -respondió éste.
-La política gata los espíritus observó, sentenciosamente, el primogénito de la familia. -¡Cómo es eso de gato! -preguntó su padre, con admiración.
-Quiero decir que vicia el espíritu contestó el joven. -Sin embargo -repuso don Dámaso-, todo ciudadano debe ocuparse de la cosa pública, y los derechos de los pueblos son sagrados.
Don Dámaso, que, como dijimos, era opositor aquel día, dijo con gran énfasis esta frase que acababa de leer en un diario liberal.
-Mamá, ¿qué confiture es ésa? -preguntó Agustín, señalando una dulcera, para cortar la conversación de política, que le fastidiaba.
-Y los derechos del pueblo continuó diciendo don Dámaso, sin atender el descontento de su hijo están consignados en el Evangelio.
-Son albaricoques, hijo -decía al mismo tiempo doña Engracia, contestando a la pregunta de Agustín.
-¡Cómo, albaricoques! -exclamó don Dámaso creyendo que su mujer calificaba con esa palabra los derechos de los pueblos.
-No, hijo; digo que aquel es dulce de albaricoques contestó doña Engracia.
-Confiture d'habricots -dijo Agustín, con el énfasis de un predicador que cita un texto latino. Durante este diálogo, Martín dirigía sus miradas a Leonor, la que aparentaba la mayor indiferencia, sin tomar parte en la conversación de la familia.
Terminada la comida, todos salieron del comedor en el orden en que habían entrado, y en el salón continuó cada cual con su tema favorito. Agustín hablaba a su madre del café que tomaba en Tortoni después de comer; don Dámaso citaba a Martín, dándolas por suyas, las frases liberales que había aprendido por la mañana en los periódicos, y Leonor hojeaba con distracción un libro de grabados ingleses al lado de una mesa.
A las siete pudo Martín libertarse de los discursos republicanos de su anfitrión y retirarse del salón.




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