jueves, 5 de mayo de 2016

LOS HILOS DE UNA VIDA QUE SE DESVANECE: UNA MUJER PONE LUZ A LA OSCURIDAD DEL ALZHEIMER

Geri Taylor en Jupiter, Florida,
 en 2015
 CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
 Los hilos de una vida que se desvanece

La crónica  de N. R. Kleinfeld, un reportero de prosa elegante y detallista que ha escrito  para The New York Times.

Kleinfeld acompañó durante 20 meses a Geri Taylor, una mujer de Nueva York que a sus 69 años se dio cuenta de que empezaba a sufrir de alzhéimer.
Según cifras de la Organización Mundial de la Salud, cerca de 44 millones de personas en todo el mundo padecen alzhéimer o trastornos relacionados, como la demencia.

Es una enfermedad degenerativa, incurable y cruel. Pero como revela esta historia, no tiene por qué ser un final: para Geri fue un nuevo comienzo pues decidió aceptar la enfermedad y adaptarse a ella en vez de rendirse y relegarse al pasado.

Te invitamos a que conozcas a Geri y a disfrutar de la prosa de N. R. Kleinfeld.

Un diagnóstico que cambia la vida

Todo comenzó con la imagen que le devolvió el espejo una mañana cualquiera. Geri Taylor entró al baño de su apartamento en Manhattan y vio, por casualidad, su imagen reflejada mientras repetía su rutina diaria. Se quedó rígida del susto.

¿Por qué?

No se reconoció.

Se miró con los ojos abiertos de par en par y pensó: “¿Soy esa? No, no soy yo. ¿Quién es esa persona en el espejo?”.

Eso sucedió a finales de 2012. Tenía 69 años y estaba comenzando a sentirse cómoda con su vida de jubilada. Llevaba un tiempo notando algún tipo de nube que la confundía y le dificultaba pensar. Había tenido algunos problemas en su trabajo. Fue enfermera, una enfermera que ascendió laboralmente hasta convertirse en ejecutiva del sistema de salud. Una vez, en una reunión, su mente se quedó en blanco y no supo de qué estaba hablando, como si su cerebro fuera un motor que se negaba a encender.

De aquel episodio decía: “Menos mal que yo era la jefa y pude decir: ‘Suficiente con este tema. Sally, ¿en qué andas?’”.

Algunas de las tareas de la vida diaria eran difíciles para ella. Le dijo a su esposo, Jim Taylor, que las cortinas del dormitorio no servían. Y él le explicó que tiraba de la correa equivocada. Ese tipo de escenas se repetían. Al final, cuando ya nada funcionaba, escribió sobre la pared para qué era cada correa.

Hasta que un día se bajó del metro en la parada entre la Calle 14 y la Séptima Avenida, en Nueva York, y no supo qué estaba haciendo allí.

Sí. Empezaba a imaginarse que algo no iba del todo bien. Pero se guardó sus miedos. Llegó a ocultárselos a su marido, que atribuía la mala memoria a los achaques de la edad. “Creí que comenzaba a parecerse a mí, que desde hace diez años soy algo olvidadizo”.

Pero no reconocerse en el espejo… para Geri ese fue el momento clave. Tuvo que aceptar una verdad terrible: lo que sentía no eran achaques sino síntomas de una enfermedad.

No volvió a tener problemas con el espejo, pero no pudo ignorar que algo importante estaba pasando. Compartió sus miedos con su marido y pidió cita con un neurólogo. “Hasta ese momento pensé que podía ocultarlo. Pero eso me convenció de que tenía que aceptarlo”.

En noviembre de 2012 vio al neurólogo que trataba sus migrañas. El médico escuchó los síntomas, le extrajo sangre y le hizo una pequeña evaluación de estado mental: un examen sencillo compuesto de preguntas básicas y alguna orden fácil como contar desde cien hacia atrás en intervalos de siete. También le pidió que agarrara un trozo de papel, lo doblara en dos y lo situara en un punto del suelo a su lado. Le dijo tres palabras de uso común y le dijo que volvería a preguntárselas en un rato, y enfatizó esa petición apuntando con el dedo a la cabeza: recuérdalas. Así de fácil. Cuando le pidió que las repitiera, Geri solo recordó una: playa. La había asociado con el médico, decidió llamarlo el Doctor Playa.

Su neurólogo le diagnosticó una debilidad cognitiva de tipo medio que suele anteceder al alzhéimer. Esa fue la primera etiqueta de su situación y entendió que era la primera etapa de lo que estaba por llegar. Su padre, un tío paterno y un primo tuvieron alzhéimer. Hacía tiempo que sospechaba que su turno se acercaba.

Con toda su crueldad, la enfermedad de Alzheimer se posa sobre el cerebro de algún estadounidense cada 67 segundos. Es degenerativa, incurable y democrática: golpea a todos por igual. Los enfermos viven entre ocho y 10 años más en promedio. Algunos llegan a los 20 años. Según cifras de la Organización Mundial de la Salud, en todo el mundo existen cerca de 44 millones de personas que padecen alzhéimer o trastornos relacionados como la demencia. La enfermedad es más común en Europa oriental, seguida muy de cerca por la región de Norteamérica. Según estimaciones del Census Bureau de Estados Unidos, el número de latinos con alzhéimer podría crecer de la cifra actual de 200.000 a 1,3 millones en 2050. Se cree que hay más de cinco millones de personas que lo tienen en Estados Unidos, y dos tercios de los enfermos son mujeres. Y Geri estaba a punto de engrosar sus filas. La enfermedad y sus graves consecuencias empeoran hasta un final incómodo y difícil de comprender. Esa es la cara conocida de la enfermedad de Alzheimer: la de una persona que se marchita con la cabeza hecha nudos en una residencia de ancianos, con sus recuerdos cada vez más lejos y sus planes de futuro anulados.

Pero también existe un comienzo, el periodo de espera. Y ahí estaba Geri Taylor. Una persona a la espera que todavía se sentía con energía suficiente para mantener el control de su vida. Pero ¿qué pasaría la semana que viene? ¿El mes entrante? ¿El próximo año? La enfermedad llegaría para quedarse. El año siguiente también estaría ahí. Y estaría para siempre. No hay nada fácil en esa situación; su progreso desordenado e impredecible deja sus marcas.

Un día dijo que “el comienzo es como entrar al purgatorio. Como un periodo de gracia. Esperas por algo, algo que no quieres que pase. Es como el purgatorio que antecede al infierno”.

Geri es una mujer hiperactiva, de cara redonda y con el pelo arremolinado sobre la frente. De hablar estructurado y reflexivo, ágil y de maneras agradables. Tiene 72 años. Vive con su esposo, también jubilado, cerca de Lincoln Center en Manhattan y tienen una casa de fin de semana en Connecticut.

A lo largo de su carrera en el sector salud, había visto la enfermedad en acción y ahora le tocaba a ella vivirla. La enfrentaría con determinación.

Muchas veces, aquellos a quienes se les diagnostica la enfermedad de Alzheimer caen en un estado de duelo profundo y tratan de disimular los síntomas; se retraen de la vida ante un mundo que prefiere no ver lo que pasa.

Pero Geri estaba acostumbrada a procesar la adversidad y tomó una decisión: lo afrontaría con valor, inteligencia, con la cabeza en alto y sin pestañear. Retaría al alzhéimer.

A medida que cruzaba ese terreno tan resbaladizo, se encontraría con sorpresas, algunas irónicas y otras molestas. También aquellas que levantan el ánimo. Experimentó muchas jornadas de frustración pero también destellos de alegría. La enfermedad, esa nueva compañera invisible, era mucho más grande que ella y tendría que vivir bajo su sombra. La obligó a cuestionarse su propósito de vida y a pelear por cada una de las posibilidades.

Su carrera había terminado. La mortalidad se hacía cada vez más real. ¿Esto sería un nuevo comienzo o se convertiría en una enferma de alzhéimer limitada al pasado?

Su esposo no lograba adaptarse, como si le hubieran cambiado la vida de repente. No podía ni mirarla a los ojos. Se retrajo, el mal humor le ganó la partida, y ella terminó por sentirse rechazada.

Él lo describió de la siguiente manera: “Hice lo que hacen los hombres: refugiarme en mi caverna, dejar de comunicarme un par de semanas. Solo pensaba que yo no había pedido esto. Me había casado con una enfermera que se supone cuidaría de mí”.

Dos años más joven que su esposa, Jim es un hombre desgarbado, de voz cálida, cara estrecha y pelo blanco bien peinado.

Para cortar la tensión entre ambos bastó una conversación. Se sentaron y ella le dijo de frente: “Esto es algo que se va a desarrollar pero aún no lo ha hecho”.

Eso ayudó.

Sí, había sucedido algo importante. Ella tenía lo que tenía pero ambos seguían vivos, juntos y con kilómetros por delante para recorrer juntos.

Así que comenzaron a recorrer los primeros días de sus nuevas vidas.

No era solo la memoria lo que la abandonaba. Muchos ven al alzhéimer como una enfermedad de la memoria, pero parte de su misterio va mucho más allá. Cuando le explicó al médico algunos de los síntomas, él le contestó que “eso no es un problema de la memoria, sino de la función ejecutiva”.

Y, en efecto: pierdes el concepto de secuencia, los pasos que forman un proceso.

Como un hombre que comienza a afeitarse sin haberse puesto crema antes.

Era imposible saber a qué velocidad sucedería el declive. Es diferente para cada caso, hasta que la enfermedad consigue su objetivo final. El impacto, según fue aprendiendo, está determinado por la reserva cognitiva, las capacidades mentales que un cerebro acumula a lo largo de una vida marcada por la inteligencia y la estimulación. Sentía que tenía reservas de sobra, al menos esperaba que así fuera.

El médico le recetó Aricept, un medicamento diseñado para mejorar la capacidad cognitiva. Parecía agilizar el pensamiento, sobre todo por las mañanas. Pero no estaba segura si era real. Y tenía efectos secundarios. Dejó el alcohol por las náuseas. Nunca había bebido mucho pero, en sus propias palabras, “le gustaba la fiesta”.

Geri Taylor, de nueve años Credit.
Era totalmente consciente de que un terremoto había sacudido su vida y sabía que la enfermedad la podía llevar a tocar fondo, sobre todo en materia de infelicidad, si le permitía llegar hasta ese punto. Pero aun así mantenía el optimismo. Nunca lloró.

La depresión, nunca lo dudó, la empujaría a lugares en los que no quería estar. (“Puedo pensar en 10 cosas que me dolerían más. Mi hijo podría sufrir una herida, podría pasarle lo mismo a mi hermana”). La enfermedad despertó su hambre por la vida.

“No soy de reacciones típicas”, dijo. “Y en realidad sentí una especie de alivio al saber que podía hacer algo al respecto. Tiendo a ser bastante intelectual y eso me dio una sensación, falsa, de control. Sabía que mi familia y mis amigos me apoyaban. Que mi marido no era del tipo que huye”.

Así que miró hacia adelante y retomó su interés en la fotografía. Decidió pasar más tiempo con sus amigos.

Su marido dedicaba las mañanas de los viernes a conversaciones de política exterior en un centro comunitario judío, pero decidió priorizar su interés en la actuación antes de verse limitado, como sucedería, al cuidado de su esposa. Se apuntó a clases de teatro. Sentían que haciendo este tipo de actividades, la enfermedad entraría en sus vidas con más coherencia. De algún modo, querían vivir días plenos en medio de una terrible tormenta.

Su humor mejoró. Jim comenzó a diseñar una lista de cosas pendientes relacionadas con el alzhéimer. Una manera de ponerse al día y de dar pasos.

¿Qué le contamos a nuestros hijos? ¿Cuándo? ¿Y a nuestros nietos? ¿Hasta cuándo mantendremos dos casas? ¿Cuándo necesitaremos ayuda? Revisar el testamento, tomar decisiones sobre el final de la vida, pensar en asistencia a domicilio.

Y comenzaron a organizarlas. ¿Necesitarían un apartamento de dos habitaciones para el momento de los cuidados permanentes? ¿Se quedarían con el apartamento y la casa? ¿Podrían montar un segundo dormitorio con una remodelación de la sala? Fueron a visitar un apartamento unos pisos más arriba en el que habían hecho algo así. Decidieron quedarse y hacer obras cuando fuera necesario. Su situación económica era cómoda pero la enfermedad tiene la capacidad de devorar recursos a gran velocidad, sobre todo al final. Ella no quería terminar en una institución pero sabía que podía suceder. Revisarían los testamentos en su momento y protegerían parte de sus propiedades para sus hijos.

¿Y sobre contarlo? Geri ya había comenzado a ver a un terapeuta para adaptarse a su retiro. En una de las sesiones, le habló del alzhéimer. El terapeuta le dijo, sin dudarlo: “No le cuentes a nadie. Tus amigos se distanciarán”. Eso le puso los pelos de punta, como si hubiera algo ilegal o clandestino en sufrir de alzhéimer. Dejó de ver a ese terapeuta.

La pareja no se sentía cómoda con el sigilo que rodea a la enfermedad, así que Geri decidió que no se presentaría como una víctima. “Decidí que la enfermedad fuera una parte de mi vida sin tirar la toalla”.

No sabía en qué orden lo contaría ni cómo verbalizaría algo lleno de connotaciones terroríficas. La vida se convierte en un guion. El alzhéimer deja su huella sobre todos.

“No me importa lo que piensen de mí”, decía. Para ella el alzhéimer era un hecho más de la vida. Pero le preocupaba el impacto de la noticia sobre los demás, atrapados por la corriente que provoca la enfermedad. Le preocupaba también cómo verían los demás a su esposo. ¿Lo borrarían de sus invitaciones porque, con su mujer en el estado en el que estaba, ya no eran la misma pareja? Ella no quería que él también tuviera que vivir con el estigma.

Esperaron seis meses. Ella quería tiempo para adaptarse a su nueva vida y a su personalidad para poder compartir la noticia sin que la emoción la sobrepasara. Quería que fuera evidente que aún estaba “al mando”.

Así, en la fiesta del 4 de julio de 2013 le contaron a su hijo de un matrimonio previo, y a las dos hijas e hijo del primer matrimonio de Jim. Lo hicieron de manera sistemática. Uno a uno. Junto a sus parejas. Hacerlo por separado fue intencional. “Cada uno quiere sentir que tienes una relación individual con él o ella. Si los sientas juntos, estás tratándolos como un paquete de chicles, niegas su individualidad, reaccionarán a lo que ven en sus hermanos y hermanas. La demencia es una imagen desagradable y quería que cada uno reaccionara a su manera”.

Fue una noticia difícil de recibir. Y todo fue ordenado. No necesitaron muchos detalles. Para ella fue doloroso. Sabía que les causaba dolor. Los hijos de Jim eran: Mark, un abogado de derechos civiles que vivía en Brooklyn con su mujer y su hija pequeña; Amy, una enfermera que vive en Nueva Jersey, y Heidi, una profesora de sociología que vive en Maine con sus dos hijas. Todos estaban familiarizados con la enfermedad.

Estás a la espera de algo,
 algo que no quieres que llegue',
 dijo Geri Taylor sobre el
 lento proceso del alzhéimer
.
CreditMichael Kirby Smith para
The New York Times
El hijo de Geri, Lloyd Widmer, un tasador de bienes raíces que vivía con su compañera en Montgomery, en el estado de Nueva York, no se sorprendió. Había notado ciertos agujeros en su memoria y había bromeado al respecto. Ahora que sabía el motivo, no se iba a alejar. Era una persona extrovertida y tenían una relación fluida y abierta. Geri solía bromear diciendo: “Creo que antes de nacer ya hablaba conmigo”.

Y él siguió con sus bromas. Incluso más que antes, hasta el punto de hacer que su novia estuviera incómoda. Pero a su madre no le importaba. Eran cercanos. A los 21 años, él se rompió la cadera y por primera vez no se sintió invencible. Eso los había unido mucho.

Geri decidió posponer la conversación con sus nietos y siguió con otros parientes y amigos cercanos, ampliando poco a poco pero sin pausa el círculo. No se trataba de poner un anuncio en la prensa que dijera: “Geri Taylor tiene alzhéimer”, pero sí quería ser sincera. Su terapeuta le había dicho que no le contara a nadie, pero ella le iba a contar a todos.

Algunos recibieron la noticia sin parpadear. Otros flaquearon ante una verdad tan dura. Algunos trataron de convencerla de lo contrario.

Tuvo que insistir: sí, tenía algo que nadie quiere tener.

Un amigo no paraba de darle vueltas. La llamó y le dijo: “Estoy tan enfadado… y tú debes estar devastada”.

Una buena amiga, preocupada, navegó en internet en busca de soluciones y encontró el aceite de coco. Algunas investigaciones han encontrado que mejora la función cognitiva; un médico escribió un libro sobre el tema. Pero Geri se considera una “esnob de la medicina” que desdeña las curas de charlatanes y el pensamiento mágico. Sabía que el aceite de coco era inofensivo y, por respeto a las buenas intenciones de su amiga, comenzó a beberlo. “A mi edad, ¿qué daño podría hacerme?”, se preguntó a sí misma.

Hasta que se olvidó del tema y pasó a otra cosa.

Durante su gira de confesión descubrió una verdad dolorosa. Algunos de sus amigos mostraban síntomas tempranos de la enfermedad. Estamos en el mismo camino, pensó.

Geri Taylor nació en Brooklyn y vivió allí hasta los cinco años, entonces su familia –los Wilson– recorrieron varios pueblos de Long Island: Valley Stream, Levittown y Massapequa. Tenía un hermano y una hermana, ella era la de en medio. Su padre era gerente de una tienda Woolworth. Tenía síndrome de Tourette desde los 8 años. Grave. Lo mantenía controlado hasta el punto que podía trabajar, pero no lo suficiente como para Geri quisiera invitar a sus amigos a casa. Su padre era una persona indudablemente feliz y ella heredó esa felicidad.

Taylor, de dos años, con
su madre en Coney Island, Brooklyn
 Credit.
Su relación con su madre fue más compleja. Trabajaba en un banco, era contadora. Tenía un desorden de personalidad. Su ánimo podía cambiar de un momento a otro, impredecible, tan cálida como agresiva. “Era algo así como, ven aquí, cariño, para que te apuñale. Un saludo de mi madre podía ser una humillación”.

Esa relación tensa hizo que quisiera irse de casa lo antes posible. Tenía sueños, quería una carrera en matemáticas o literatura. Su madre, la que mandaba en casa, pensaba que debía saltarse la universidad y conseguir un trabajo. “Fui una niña feliz a la que su madre trató como un accesorio”.

Quiso convertirse en enfermera. Había ahorrado 300 dólares, lo suficiente en aquella época para entrar a la escuela de enfermería, así que esa fue la única opción viable para escapar del control de su madre.

Sus padres se divorciaron. Los dos volvieron a casarse. Murieron cuando tenían más de 70 años. Los derrames que los mataron sucedieron con pocos meses de diferencia. La demencia de su padre empeoró a los 66 años y estaba muy avanzada cuando murió en un hogar de la tercera edad. Su hermana vive en el estado de Nueva York, su hermano en California. Ninguno de los dos tiene síntomas de alzhéimer.

Después de comenzar a trabajar como enfermera y terminar una maestría en salud pública, pasó a puestos administrativos. Llegó a ser vicepresidenta ejecutiva de Beth Abraham Health Services y vicepresidenta ejecutiva del Jewish Guild for the Blind. Uno de sus principales logros fue crear programas de atención domiciliaria para dar cuidados de calidad a personas de la tercera edad con bajos recursos.

Cuando se dio cuenta de que le fallaba la memoria se retiró de cualquier puesto directivo y decidió dedicarse a aprobar proyectos hasta que se jubiló a los 65 años. Trabajó como consultora varios años más. Trabajó en programas de atención y cuidado de adultos a domicilio.

Jim Taylor llegó a su vida a través de los niños. Sucedió hace 23 años. Los dos vivían en White Plains y sus hijos iban al mismo grupo de scouts. Ella era una de las líderes del club. Durante el verano ambos se apuntaron para ir aun campamento de zoológico. Jim llamó a Geri para compartir transporte y ella se ofreció a llevarlos a todos.

Jim le preguntó a un amigo en común si ella estaba soltera. De hecho, acababa de separarse de su segundo marido. Él llevaba ocho años divorciado y había crecido en un pueblo, Cynthiana, Kentucky. Había trabajado en IBM 30 años, hasta su jubilación, en 1999. Había sido analista financiero. Su especialidad, la estrategia de precios para el software. No había sido muy afortunado. “En mi primer matrimonio no fui feliz. Estaba infeliz y pensé que esa persona podía hacerme feliz. Mientras estuve soltero me las arreglé con mi infelicidad. Los primeros años de la soltería fui solitario e infeliz. Fui mejorando. Leí. Me sentí mejor. Algo de budismo y libros de autoayuda. Fui a algunos retiros y recibí terapia un par de años”.

Fue él quien la llamó para preguntarle si estaba libre un día de aquellos. Ella le preguntó si quería ir a un festival de Mozart. Tenía dos entradas. Fueron. Él lo supo desde la primera cita. Un año después, se casaron. Era 1993.

Cada uno de los dos matrimonios previos de Geri había durado 13 años. Sabía exactamente cuánto le duraba una pareja. Tenía una frase: él solo era el marido en turno, sujeto a reelección anual hasta llegar al decimocuarto año en el cargo.

Los demás no podían verlo, pero ella lo sabía. Comenzaba a resbalar, la enfermedad hacía mella, cada vez se sentía menos como ella misma. Había palabras inalcanzables, frases que se le enroscaban y no querían salir, objetos que se desvanecían: llaves, lentes, pendientes. Perdía cosas y luego olvidaba lo que había perdido… hasta que lo había perdido.

Al regresar de un viaje, guardó su maleta en el armario, llena de ropa. Pasaron semanas. No echó de menos lo que había dentro, hasta que un día no encontraba sus lentes. Bueno, tal vez estaban en la maleta. Abrió la cremallera y descubrió toda esa ropa doblada.

Su vida comenzaba a derrumbarse.

“La corriente de mi memoria se está yendo”, solía decir.

Tenía problemas con las elipsis temporales. Se le hacía imposible diferenciar entre el pasado, el presente y el futuro. El tiempo comenzaba a fundirse en una sola pieza. Ella se sentía siempre en el presente, como si su vida estuviera compuesta de un solo momento revuelto sobre sí mismo. El desayuno, la ducha, la comida, la cena, la película, ir de compras, todo mezclado y al mismo tiempo. Era como si, incluso sin intentarlo, se hubiera hecho budista.

“El reloj de mi cabeza ya no funciona” es la manera en que lo describe. “El concepto de lo que se tarda una actividad desaparece. Es la mañana, después el mediodía, y creo que la mañana fue ayer. Con el tiempo, todo se convierte en presente. Si me preguntas qué voy a hacer a las tres, tendré que inventármelo”.

Si había visto a alguien esa misma mañana, al mediodía ya se preguntaba si había pasado otro día. “Podría estar hablando contigo y de compras y no estaría segura si era el mismo día. Por ejemplo, ahora, no puedo reconstruir el día de ayer excepto por un detalle, que el aire acondicionado sonaba como si fuera a explotar. Porque mi vida estaba a punto de terminar. No puedo recordar lo que pasó antes. Y no pienso en lo que pasará después. Porque no lo sé”.

Frunció el ceño. “Lo que tiene que ver con el tiempo es la parte en la que me siento más alejada de mí misma y de otras personas. A veces me siento como una especie de átomo perdido. Como si no estuviera haciendo nada, porque floto entre una cosa a otra y luego no recuerdo qué hice. Y dirás: ‘Pues escríbelo’ pero entonces leeré el papel y me preguntaré: ‘¿Qué es eso?'”.

Para desenredar las confusiones que se colaban entre la infraestructura de su vida, se otorgaba pequeñas victorias y las saboreaba. “He estado lavando las toallas y las sábanas más a menudo porque no recuerdo cuándo fue la última vez que lo hice. Olvido cuánta comida tenemos. Lo reviso más a menudo. Sé que Jim controla la comida mucho más a menudo”.

Hasta ese momento, su mente había sido su mejor instrumento organizativo. Pero ahora era un lío. Como si el viento de una tormenta lo hubiera dejado todo patas arriba. “Siempre había recordado los teléfonos, las direcciones, lo que la gente pagaba de alquiler. Y ahora lo he olvidado”.

Sabía vivir con buena memoria. ¿Quién sabe vivir sin ella?

Su iPhone se convirtió en su nuevo mejor amigo. Recurría a él al menos 20 veces al día y recorría el calendario y las notas que se escribía a sí misma, o la lista de fechas y nombres que nunca había estado tan recargada. ¿Dónde tengo que estar? ¿Cuándo? ¿Para qué? ¿A quién tengo que llamar? Utilizaba la cámara para sacar fotos de lugares y así recordarlos. Eso era una gran mejora en comparación con el alzhéimer de su padre, que tuvo que regresar a casa varias veces en un auto de policía.

Para atravesar el campo de minas en que se había convertido su día a día, ideó varios trucos. “El otro día, en el ascensor, vi a dos vecinos. No pude recordar sus nombres. Me olvidé de todos los vecinos de mi piso, que son 14, así que pensé que sería mejor si se me ocurría algo. Así que la semana pasada descubrí este sistema: cada persona se asocia con un miembro de mi familia. Y he estado practicando. Eric, el vecino de la puerta de al lado. Su nombre comienza con la misma letra que el nombre de mi padre. Joe es mi padrastro. Y así. Es fácil de manejar. Ayuda”.

The Caringkind Organization tiene su sede en uno de esos edificios imponentes de oficinas sobre la avenida Lexington en pleno Manhattan. Es también un lugar donde la gente con la enfermedad puede acudir. Llegan alrededor de 15.000 personas al año y son solo una pequeña parte de las 250.000 que la organización calcula que tienen alzhéimer (suma además a quienes proveen de cuidados y a los parientes cercanos afectados por la enfermedad).

Muchos tiran la toalla. Creen que no hay nada que hacer. Otros tantos lo niegan. Sus familias también lo niegan. Esperan demasiado antes de ir a preguntar por qué el cerebro no les funciona bien.

Lou-Ellen Barkan, la líder de la organización (por aquel entonces era una sección de la Alzheimer’s Association y después se separaron), lo vio en su propio padre. Tenía una serie de síntomas raros, pero él siempre fue raro. Lo que impulsó a la familia a llevarlo al médico fue ojear su chequera. No la había organizado en meses. Había girado cheques a favor de organizaciones sociales a las que nunca había apoyado antes. Por ejemplo, a la que apoya a quienes pintan con la boca y los pies.

Cuando comenzó a pensar si sería útil acudir a esa organización, Geri no estaba del todo convencida. Veía el lugar como el destino de aquellos que habían caído mucho más profundo que ella en el mundo oscuro de la enfermedad. Ella aún no había llegado a ese punto.

Aun así, un día de sol inclemente de marzo de 2014, decidió ir a echar un vistazo. Tan pronto conversó un poco con la gente que trabajaba allí, se dio cuenta de que había estado muy equivocada. No era demasiado pronto. Era el momento justo. En una ciudad tan habitada, ella conocía a estas personas. Eran como ella. Todos caminaban por la sombra del alzhéimer. “Era mi gente, era el lugar al que pertenecía”.

Así que comenzó a implicarse y se apuntó a varios de sus programas: Descubre Nueva York, un taller de fotografía. También se inscribió en uno de los talleres de memoria continua que practicaban ejercicios mentales para personas en la fase inicial de la enfermedad. Al principio fue escéptica. Ya lo sabía todo sobre los juegos de memoria que algunos expertos defienden para recobrar la agilidad mental de los cerebros que comienzan a perder plasticidad. También había leído investigaciones que cuestionaban su utilidad. Ella sentía que eran molestos y no tenían sentido.

Aún así lo intentó. Y para su sorpresa, le gustó. La gente le pareció acogedora. Le gustaron los ejercicios. Rápidamente fue identificada como la alegre del grupo. El moderador explicaba por adelantado que los juegos no detendrían el declive: estaban allí para pasarlo bien. Uno de los asistentes silbaba de maravilla y entretenía las esperas antes del inicio de las sesiones. Todos los jueves a las 11 de la mañana llegaba al lugar, se sentaba junto a sus ocho compañeros y jugaba durante hora y media.

Di palabras que empiecen por B.

Di nombres de comida que empiecen por M.

Lo mejor era no tener que ocultar sus limitaciones ni esperar aceptación. En el mundo exterior, un lugar cada vez más extraño y atemorizante, las páginas pasaban demasiado rápido y mantenerse al día era una batalla constante. “La gente dice: ‘¿Qué quieres decir? No te pasa nada’, pero siempre tengo algo que ocultar”.

Desde fuera, a los enfermos de alzhéimer se les ve como gente rota. Pero en los grupos que se reúnen tras esas paredes, todos lo tienen, el alzhéimer es algo normal. Allí, se sentía protegida, libre de obstáculos. Otro de los participantes lo llamaba “un lugar seguro” y así es como se sentía ella. En sus palabras: “No hay nada como sentirse diferente con tu propia gente”.

Más que nada, la gente con recuerdos escurridizos llegaba a esta especie de santuario para reafirmar su presencia en el mundo, para sentir que aún eran útiles. Geri encontró nuevos significados para su vida al sentirse rodeada de personas que atravesaban por lo mismo que ella.

Cada jueves las sesiones eran mejores. No por los juegos ni porque hicieran mucho bien, sino por el espíritu colectivo que se generaba entre el desarrollador de software jubilado, el abogado y el escritor. Se apoyaban, bromeaban. Parecía inconcebible, pero Geri nunca la había pasado tan bien en un grupo.

A los demás les contaba que “es como una fiesta. Todo el mundo ríe y todo el mundo agradece estar con gente como ellos, que no encuentra la palabra correcta o no puede encontrar la tarjeta del autobús”.

En ese ambiente, lleno de vida, a veces sentía que no debían sentirse tan felices.

Era como si todos estuvieran fumados, drogados de alzhéimer.
Estaba sentada en una silla en la sala, saboreando un café. Su marido estaba a su lado, hablaban rodeados por la luz cambiante de la tarde. El apartamento era limpio y ordenado, de un dormitorio y con amplias vistas. El sofá y la alfombra, nuevos. Idea suya. No quería que su marido perdiera el tiempo remodelando muebles viejos cuando ella ya no pudiera hacerlo. Su mentalidad era la de vivir el momento. Ella le dijo: “Me he dado cuenta de que cuando no puedes recordar algo pero lo sientes, cuando tu racionalidad se va y aparecen tus sentimientos, si te frustras o enfadas es lo peor, porque hay una interferencia emocional. En los talleres de memoria nos dijeron hace un par de semanas que si algo te suena o lo sientes, lo digas. Estaba buscando una palabra y pensé que sonaba a hámster, así que lo dije”.

“Tiene sentido”, le respondió él.

Sus días se convirtieron en una serie de triunfos y derrotas, y la proporción de cada categoría oscilaba. “Me olvidé totalmente de que el hombre que repara las cañerías iba a ir a la casa de Connecticut. Lo escribí pero olvidé mirar el papel. Quedé con alguien que vendría a remplazar una ventana rota y estaba fuera de casa. Iba a llegar en cinco minutos y yo estaba a 20 minutos de distancia. Menos mal que llegó tarde”.

Los hornos de sus dos casas eran diferentes. La de Connecticut no tenía temporizador. Se le olvidaba que dejaba cosas dentro. Un día se le quemó un bagel. Compraron un horno con temporizador. “No es solo que sean diferentes, cada uno es diferente cada día. Al conducir, al buscar los interruptores, me confundo. No soy capaz de encender el aire acondicionado. Dejo el café para ir al baño y al salir hago café de nuevo. Y entonces me digo: ‘¿Dónde está la taza?'”.

Al maquillarse, se le olvidaba algún producto, como el pintalabios o el rubor, por ejemplo. Se trata de una secuencia. Tenía problemas con las secuencias. En los momentos tristes, cuando hacía algo con torpeza, se derrumbaba. Le proponía a su marido ir a ver una película.

Su esposo siempre había sido el hablador de la pareja, ella era mucho más retraída en la charla del día a día. Ahora hablaba con todo el mundo, inclusive con extraños, algo nuevo en ella. “Creo que comencé a hacerlo de manera inconsciente y la respuesta ha sido positiva”.

Su marido la miraba con aprecio y decía: “Quien manda ya no está. Llegas a casa y me hablas de toda esa gente que has conocido en la tienda de fotografía”. Y ella responde, con los ojos abiertos. “No soy indiscreta. No he traído ningún gato a casa”.

Y él responde: “No lo has hecho pero eres mucho más desinhibida de lo que eras. Haces lo que quieres, dices lo que quieres, no te importa herir la sensibilidad de los demás”.

“No lo he hecho, ¿verdad?”.

“No, que yo sepa”.

“Bien”.

Jim dijo: “Sabes que tienes el tiempo contado y has descubierto que interactuar con extraños es más agradable de lo que pensabas”.

Con todo, eran optimistas.

“Sé que suena extraño pero no creo que Geri y yo hayamos tenido un mejor momento en nuestro matrimonio que este. Nos dedicamos mucho más el uno al otro. La enfermedad nos ha dado eso. Será corto y eso es triste, pero no nos enfocamos en eso”.

Y ella respondió: “Nos sentimos afortunados en un momento de mala suerte”.

Ya era de noche, las luces de la ciudad parpadeaban fuera. Ella se levantó de la silla y fue a la cocina por una placa. Unos meses antes había estado en una tienda de artesanía y se fijó en ella. Decía: “Cuando me dejo llevar, me convierto en quien podría ser”.

Sintió la necesidad de comprar esa placa. La enfermedad la había puesto a luchar contra su propia identidad a medida que algunos pedazos se desaparecían.

¿Qué clase de persona era si no podía recordar los nombres, usar el horno, si no sabía dónde había puesto esa blusa nueva o que tenía una blusa nueva?

La placa la convencía de que podía construir algo más, que podía desvincularse del pasado y no dejar que dominara el presente. “Si sigues pensando en quién eras hasta el momento en que contrajiste alzhéimer, sentirás frustración, declive, fracaso, una personalidad disminuida. Esa no es buena compañía. A veces no puedo completar una idea. Podría sentirme mal por eso. Si tengo que medir quién era antes de convertirme en esto, ya no puedo. Pero si omites eso, todavía eres. Y no necesariamente un yo disminuido. Tienes que darte cuenta de que aún no ha terminado” dijo Geri.

Taylor y su esposo, Jim, en un taxi en Las Vega
s en 2014
CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Se encontró con dos buenas amigas en Chelsea para almorzar. Después irían a galerías de arte. Día a día. Toni Davis, epidemióloga retirada del Departamento de Salud de la ciudad, y Ellen Weisburd, abogada jubilada. Las había conocido nueve años antes en un grupo de lectura que ya se había acabado. Les había contado lo que pasaba unos meses antes. Las dos quedaron pasmadas.

Tuvo cuidado mientras se dirigía a la mesa. Su caminar había cambiado. Siempre se sentía a un paso de caerse al suelo. Era peor si hablaba al mismo tiempo que caminaba. Una vez, tropezó y cayó mientras estaba hablando con amigos. Su nueva regla: si caminaba debía hablar solo lo estrictamente necesario.

La conversación era errática. Pasaban de temas triviales o otros de gran importancia. Se reían. Y esa era otra de sus preocupaciones: la risa la confundía durante las conversaciones. Olvidaba inmediatamente de qué hablaban. Pero le encantaba reírse.

Geri contó que su marido iba a estar fuera de la ciudad y se quedaría sola, pero que tenía planeado ir a visitar a unos parientes. Ellen le preguntó cómo pensaba ir hasta allí. Y Geri le dijo que en tren.

“Te pregunto por si conduces”, dijo Ellen. “Lo hago cuando lo necesito”, respondió Geri.

Nunca había tenido un accidente y estaba orgullosa. Pocos meses antes, en una autopista de Manhattan, su cerebro le dijo que siguiera la líneas discontinuas en lugar de quedarse entre ellas. Durante varios metros, ocupó dos carriles. Luego se dio cuenta del error. A principios de julio, estaba visitando a su hermana en la parte norte del estado y de la nada chocó con otro auto. No hubo heridos ni daños graves, pero la culpa fue suya y eso le dolió. “Justo antes del accidente me di cuenta de que la superficie a la derecha era diferente”, dijo. Sintió miedo.

Poco después iba en el auto con su marido cuando se cruzaron con obras en la carretera, uno de los obreros le pidió que parara el carro con una bandera. Aunque su marido le decía que lo hiciera, ella siguió, pues sintió una necesidad imperiosa de hablar con el hombre de la bandera. La insistencia de su marido la hizo parar. No fue capaz de explicar su comportamiento. Esa misma noche, él le propuso que dejara de conducir, que estaba cometiendo errores. Ella se enfadó y le dijo que él cometía errores siempre, por ejemplo, que conducía demasiado rápido. Que adelantaba por la derecha. ¿Tenía algo que reprochar?

Al día siguiente, se tranquilizó y el peso de lo inevitable se impuso, Geri dijo que conduciría mucho menos, lo menos posible.

Y a los demás les dijo: “Además no voy a llevar a nadie conmigo porque me distrae ir con alguien más”.

Ellen: “Creo que ya te lo dije la última vez: eres la carga más preciada”.

“Ya lo sé, no conduzco mucho”.

Ellen la miró de manera inquisitiva: “¿Y cómo te sientes?”.

Geri respondió: “Está bien”.

Tomó un sorbo de café. Si no conducía, le preguntaron, ¿como haría el mercado en Connecticut?

“Suena raro pero puedo ir en canoa y después caminar”.

“Una manera interesante de ir a hacer compras”, dijo Toni.

Y las tres rieron.

Ellen:“¿Como está Jim?”.

“Bueno, es extraño, pero desde el diagnóstico, nuestra relación ha mejorado. Está mejor que nunca”, dijo Geri.

Ellen: “Ya lo habías dicho antes”.

Geri: “Vivimos el presente. No dejamos las cosas para otro momento solo porque no tengamos ánimo para ellas y así. No recuerdo lo suficiente como para posponer. Ya no existe lo de esperar a que llegue un momento mejor para dar malas noticias y después dar vueltas por ahí con el estrés por dentro”.

Toni: “Cuando vives el presente, no vives con cosas que te empujen en otra dirección”.

Geri: “No quiero decir esto con ligereza pero hay un punto final. Y no voy a dejar que llegue y que haya cosas que se queden sin decir”.

Ellen: “Sé a que te refieres. Y esto te da permiso para ponerlo todo sobre la mesa”.

Geri: “Para Jim es lo mismo. Hablábamos de eso esta semana. En muchas maneras, Jim es más feliz de lo que ha sido nunca”.

Comieron y Geri dijo: “Saben, pude haber ocultado esto un tiempo más. Esconderlo y poner excusas. Pero los avisos que pongo en la pared para recordarme cómo subir las persianas o el problema del horno están ahí. Y ahora Jim se encarga de más cosas. Me hace calendarios y los revisa, me controla. Y le encanta. Ya tiene el trabajo que siempre quiso. Siempre había querido saber qué hacía y, en ese sentido, todo está funcionando bien”.

Ellen: “Es valiente de tu parte que seas capaz de afrontarlo y contárselo a los demás”.

Geri: “Al principio me costó”.

Ellen: “Decírtelo a ti misma”.

Toni: “Cuando me lo dijiste, no le presté atención porque estabas igual que yo. Siempre que nos vemos pierdo algo, las gafas o un brownie con nueces”.

Ellen: “Recuerdo que dijiste que habías desarrollado una habilidad especial para retomar el hilo de una conversación”.

Geri: “Asocio ideas”.

Toni: “¿Una cadena de ideas completa?”.

Geri: “A veces es solo una palabra. El otro día guardé mi memoria externa de computadora y me dije que tenía que ponerla en algún lugar que pudiera asociar con ella. La puse en la funda de los discos”.

Ellen: “Yo la habría puesto junto a una linterna”.

Geri: “Esa es buena. La verdad es que no me acuerdo. Y me dije: ‘¿Dónde la habría puesto la Geri inteligente? ¿Para qué sirve? Para copiar fotos. Copio las fotos en CD. Ahí está, en la funda de discos'”.

“Brillante. Otra cosa que quería mencionar, no sé si te ofenderá”, dijo Ellen, y le enseñó una aplicación para el iPhone que se llama “Find my friends”.

Geri: “No me ofendes, ya la tengo”.

Los Taylor el día de su matrimonio en 1993, con sus hijos. De izquierda a derecha: Mark Taylor, Heidi Taylor, Amy Taylor y Lloyd Widmer.
La había instalado con su marido, para que él pudiera saber dónde estaba a través del teléfono en caso de que tuviera que ir a buscarla si se perdía”.

Jim Taylor no sabía quién era ni quiénes estaban a su alrededor. La cabeza inclinada, su barbilla pegada al pecho. Sus brazos colgaban flojos sobre las piernas. En silencio, arrastraba los pies dibujando un círculo en la sala de un hogar de la tercera edad. El vagar del alzhéimer. De vez en cuando, se acercaba a un grupo y agarraba cualquier cosa que estuviera a mano. Una pared, una persona, el aire.

Entre la escasa audiencia de la obra de teatro, Geri Taylor estaba sentada muy cerca de la hija de Jim, Amy.

La escena era un giro extraño. A Jim siempre le había interesado el teatro y había hecho sus pinitos en obras amateur. Hacía poco que recibía clases. No lo hubiera hecho si su mujer no hubiera contraído alzhéimer, pues fue entonces cuando decidieron darle prioridad a sus intereses mientras les quedaba algo de tiempo.

Vio un anuncio en las clases. Seleccionaban actores para una obra. Pensó: “¿Por qué no? No lo conseguiré, pero será divertido intentarlo”. Además, la obra era sobre el alzhéimer, que ahora se entrometía en varios aspectos de su vida. No tenía ninguna razón para hacerlo y al mismo tiempo las tenía todas.

Fue. Y lo llamaron para un papel sin líneas en el que hacía de paciente con demencia que vaga por el hogar. Un requisito para el papel era saber arrastrar los pies como lo haría un paciente de alzhéimer. Con el apoyo de su mujer, ensayó, lo logró y lo hizo. Vaya coincidencia. La vida sí podía ser interesante.

Decidió que actuaría en esta obra y con eso sería suficiente.

Su título era “Henri”, escrita por Ryan Reid, una dramaturga joven que se inspiró en los pacientes con demencia en el centro geriátrico Isabella, en Manhattan, donde había sido voluntaria y donde presentaban la obra a finales de 2014. Su abuelo tenía alzhéimer.

Cuando Reid vio la enfermedad de cerca, entendió lo horrible que es pero también encontró cierta belleza en aquellos que seguían adelante a pesar de ella. Eso es lo que quería contar. La obra giraba en torno a un profesor de música llamado Henri. Abría con la agonía del alzhéimer y rebobinaba su vida. De alguna manera, Jim no se sentía bien simulando que estaba tan afectado como lo estaría su esposa. En parte, porque no podía imaginarse el futuro. Porque se negaba siquiera a intentarlo. Para preparar sus papeles, los actores habían ido al Isabella a visitar a los pacientes con demencia para captar el alcance de la enfermedad. Él prefirió no hacerlo. No quería comenzar a pensar en lo que le esperaba.

No, él veía la obra como una actuación y no como el preludio de la realidad. “Todavía no pienso en lo que viene. No quiero estar ahí”.

Su hija Amy se preocupaba un poco por esa actitud. “Porque él no quisiera imaginarse el fin de la partida, de la de verdad”, decía.

Un terapeuta le aconsejó a Taylor que no le contara
 a nadie sobre su enfermedad, como si fuera ilícito tener alzhéimer.
Cambió de terapeuta.
CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Geri había ido a alguno de los ensayos con su hijo Lloyd, a quien la escena de apertura con los pacientes de alzhéimer le resultaba insoportable. Él le susurraba a su prometida, sentada a su lado: “Si el segundo acto es así, me voy a salir”.

En el lobby había un bar. Cuando terminó la obra, fue directo allí. El camarero le preguntó si quería una copa. “Mejor no”, respondió. Tenía que conducir. Y dijo con solemnidad que una obra sobre el alzhéimer era demasiado para él porque su madre tenía la enfermedad. El camarero lo miró con pena y con cara de desmayo. Lloyd le dijo: “Quizás debieras tomarte una copa”.

La obra se presentaría en Las Vegas durante una semana. La autora había nacido allí y los Taylor asistirían. Geri no sentía nada sobre el papel de su marido. No lo veía como una premonición de su futuro.

“Es imposible, él no es el mismo que hace 20 años, pero no tengo espacio para pensar eso. No puedo imaginarme a Jim en esa situación. Por supuesto que podría suceder. Él podría ir más rápido que yo, pero no pienso: ‘Ay, pobre Jim’. Como no pienso nunca en la pobre Geri, no puedo sentir algo así”.

En la obra "Henri", Jim Taylor, el esposo de Geri,
 actúa como un paciente de la enfermedad de Alzheimer
.
 CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Por el momento, Geri se limitaba a fijarse en la actuación. ¿Su marido arrastraba los pies? Le parecía bien, convincente. Tomaba notas, hacía sugerencias para mejorar la actuación. (¿Qué le pasa a la hija de Henri? ¿Sería mejor ver a la mujer cuando está al teléfono?). Se separaba del tema, esto no era sobre ella.

En Las Vegas, no sabía cómo reaccionaría cuando la viera ante una audiencia real. Con las manos en el regazo, Geri se sentó y miró.

El renacimiento de una mujer

Geri Taylor con su cámara en la Presa Hoover, en 2014.
Había abandonado la fotografía durante 30 años, pero ahora podía dedicarse a ella.
 CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Llegó a Las Vegas en las primeras horas de la tarde: la ciudad, excesiva, mareaba. Además de las atracciones habituales, había un campeonato de rodeo y un festival de música. Todo gritaba acción. Décadas antes, Geri había ido a la ciudad, situada al borde de las montañas, que se come tu dinero sin ningún reparo por una conferencia de trabajo. Ahora la había traído la enfermedad.

Habían reservado una habitación en el Hotel Plaza. Él ya llevaba una semana arrastrando los pies en la obra. Geri había ido para asistir a una de las presentaciones. Había reservado el mismo vuelo que alguien que conocía. Por precaución.

Los Taylor tenían hambre y buscaron un lugar para cenar. Jim le contó que la presentación había salido bien. Actuar, aunque fuera con un papel modesto, lo emocionaba. Ella le preguntó si había apostado. Solo una vez, respondió él. Había ganado 4 dólares en blackjack.

Estaba nublado. Jim tenía que llegar al teatro. Ella quería ver la presentación matinal del día siguiente. El resto del día sería suyo para descubrir cosas, tenía que decidir cómo ocuparlo.

Con el alzhéimer era otra persona; pasaba una y otra vez las fronteras de la enfermedad. Unos días las cosas eran de un modo y otro día eran diferentes. Se sentía normal; se sentía atrapada en una nube. Rebosaba energía; la llenaba el agotamiento. La enfermedad estaba  llena de sorpresas: no era una línea recta. Era cierto que a veces necesitaba toda su energía para cumplir una cita cercana. Y esas fluctuaciones hacían que se lo cuestionara todo.

Explicaba que era “el complejo de estar atrapados en un fraude que tienen los enfermos de alzhéimer. Días buenos y días malos y cuando tienes una buena racha te preguntas si eres un fraude”. Entonces, la enfermedad aparece para recordártelo.

No estaba segura de poder manejar el ritmo de Las Vegas. La música distorsionada y las multitudes la agobiaban. Pasaba por delante de los juegos de azar sin gastar una moneda. Ignoraba también los Penn & Teller, Shania Twain y el montón de espectáculos en la ciudad.
Se dejaba absorber por las caminatas, hacía inventario entre los avisos neón. La Experiencia de la Calle Fremont —una serie de cuadras llenas de casinos estruendosos, escenarios en los que la gente representaba espectáculos— estaba enfrente de ella, las masas agolpadas y ella se perdía en medio de ellas.

Pasó al lado de un hombre desgarbado vestido como Yoda y se detuvo para sacarle una foto. Un par de años antes, sus tres hijos se habían tatuado a Yoda en los hombros en homenaje a sus enseñanzas. Esperaba que apreciaran la foto. Se fijó en Heart Attack Grill, de tamaño monstruoso y comida gratis para cualquiera que pesara más de 150 kilos.

En un kiosco de colores llamativos compró unos calcetines bien locos para su hermana. Le gustan esas cosas. Una mujer de aspecto alegre se acercó para medir su interés en un tratamiento no quirúrgico para ojos hinchados. No le interesaba en lo más mínimo.

Siguió. Entró en el Mob Museum y compró una camiseta para un nieto que estaba por llegar que decía: “Acabo de estar nueve meses dentro”. La aglomeración comenzaba a molestarla. Su cerebro empezó a acelerarse. ¿Iba a ver la presentación de la mañana o la de la tarde? ¿Cómo se llamaba el fotógrafo que había conocido? ¿Tenía una cita para el desayuno?

Ese tipo de preguntas le revoloteaban constantemente por la cabeza. Las respuestas no llegaban, tenía la mente llena de agujeros.

Para la presentación del día siguiente, el teatro estaba casi lleno. Era muy diferente verlo en un auditorio repleto y con una audiencia atenta. Se sentía una energía mucho más intensa que durante los ensayos. La obra era ágil al reconstruir la vida del profesor de música hacia atrás, desde el momento más intenso del alzhéimer hasta la normalidad. Y allí estaba su marido, con una bata, arrastrando los pies, con la mente perdida en un mundo inalcanzable, otro residente más de un hogar de ancianos. Sí, su caminar parecía natural. Lo había hecho bien.

Cuando terminó, Geri se emocionó. Había visto dos ensayos pero no la habían impactado de la misma manera. Al organizar sus pensamientos se dio cuenta de que esta era la primera vez que se sentía conmovida por la obra. Era como llegar a ese momento en la vida en que terminan las posibilidades, en que hay que afrontar la realidad.

“Para mí significó que todo lo que nos había sucedido y lo que vivimos había llegado a su fin. No se trataba de ir a un hogar de ancianos y perder a tus personas más cercanas o no tener una buena comida. Era el fin del sufrimiento. Y fue desgarrador”.

Lo que más le impactó no era que la enfermedad la estuviera jalando hacia ese momento tan abrumador, sino ver a su marido pretendiendo estar en ese estado. La tristeza era insoportable.

Después de cambiarse, Jim fue a abrazarla. Un grupo de actores, entre los que se incluía Jim, se quedó sobre el escenario para discutir su relación con el alzhéimer. Una de ellas, una trabajdora social cuyo marido tenía la enfermedad, habló de cómo se refería a él como “mi George desaparecido”.

Porque eso era precisamente lo que sucedía: “él estaba desapareciendo”.

Jim dijo que “una de las cosas que más nos preocupa es el estigma y el aislamiento que sienten tantos pacientes con la enfermedad. Tenerla se considera vergonzoso”.

Habló también del mimo. En la obra, sin motivo especial, aparecía un mimo. Pero dijo que había provocado una conversación entre Geri y su hijo. Él le preguntó: “¿Por qué hay un mimo en la obra?”.

Su respuesta fue: “El uso del mimo es brillante. Yo soy ese mimo. Siento que veo el mundo desde una jaula de cristal, que no encuentro las palabras para expresar lo que siento. Cada vez más, no puedo comunicarme con el mundo. Esa soy yo en una jaula”.

La mañana llegó, cálida y soleada. Se despertó temprano. Mientras serpenteaba por la ciudad bajo las nubes, trató de calmar su mente tras lo sucedido la noche anterior. Se preguntaba sobre la mujer a la que le había dado un dólar el día antes. Había pasado frente a un veterano de la Segunda Guerra Mundial de 90 años, un veterano de Vietnam y un hombre de un solo brazo, pero le pareció que esa mujer con mala suerte, de piel seca y dedos encogidos, tenía algo genuino. ¿Estaría de nuevo ahí fuera tan pronto?

Esa era la nueva Geri Taylor, con su inclinación a hablar con el mundo. Desde que le diagnosticaron la enfermedad era más amigable con los extraños. La mañana anterior, en el vestíbulo del hotel, empezó a charlar con una mujer que estaba sentada a su lado y acabaron hablando de la viudez y de testamentos mientras el marido de la mujer estaba sentado al lado, incómodo.

Y sí, allí estaba la mujer, preparándose, con la cara cubierta de sudor. Geri le dio otro dólar y escuchó su historia. Había trabajado durante años como supervisora de cocinas en el sistema educativo de Ohio, tenía artritis en las manos y los pies, su matrimonio había fracasado, su novio había perdido su empleo en una fábrica de cosméticos donde no ganaba mucho. El domingo había estado allí todo el día para conseguir cuatro dólares y medio y no había comido.

Geri pestañeó un par de veces, dejó que la mujer hablara. Timbró su celular: Jim quería saber cómo iba todo. “Asegúrate de no estar de pie demasiado tiempo”, le dijo Geri a la mujer. “No es bueno”.

“No lo haré. Seguro. Eres muy amable”.

“Tú también”, respondió Geri. “Un placer hablar contigo”.

La mujer respondió: “He hecho una nueva amiga, Dios te bendiga”.

Ese intercambio la dejó contenta. Un pequeño encuentro que pudo manejar.

Quería ver la Presa Hoover. Las Vegas comenzaba a ser un lastre: demasiado tóxico, le chupaba la energía.

El viaje duraba 45 minutos, por lo que salió a mediodía. El clima era un poco más fresco, con brisa. Pero el sol seguía golpeando fuerte, obstinado.

Caminó tranquilamente por la represa entre turistas curiosos. A medida que el sol golpeaba, admiraba la magnificencia del embalse y las montañas que lo rodeaban. Chocó con una fila de palmeras que estaban donde no debían. Era el momento perfecto para una foto. La tomó.

Cuando contemplaba a dos estatuas sentadas, una voz rota a través de un altavoz dijo que tocar los pies de los gigantes daba buena suerte. No pensó mucho en aquella idea. ¿Estas estatuas sabrían algo del alzhéimer? Pero, por si acaso, pasó una mano por una de ellas. “Al menos lo hice”.

La excursión a la represa se demoró toda la tarde y tuvo consecuencias saludables. Le devolvió algo: la mañana siguiente se fueron de Las Vegas.

Le gustaba mucho leer y también escuchar a los autores. Fue a una charla del mediodía de la biblioteca pública de Nueva York para escuchar a Richard Ford. Acababa de terminar su novela más reciente, “Let Me Be Frank With You”, sobre un escritor deportivo, Frank Bascombe, y sus ideas sobre la edad.

La charla estuvo bien. Ford era simpático y hasta aceptó preguntas al final. Geri levantó la mano pero no fue la elegida. Iba a preguntarle por detalles sobre lo que significa ser uno mismo “por defecto”, una idea de la que habla en la novela.

Después le alegró no haber sido elegida. Olvidaba el nombre de Ford y aunque no necesitaba decirlo para preguntar, estaba preocupada porque podía haberse equivocado al hacer la pregunta. No necesitaba una herida más.

Se detuvo a comer algo cerca de la biblioteca. Después de que el camarero tomó la orden, Geri le contó a su acompañante sobre sus noches, sobre las alucinaciones y los sueños de terror. Solía gritar mientras dormía y su marido la despertaba. Soñaba con gente que hablaba con ella. La noche anterior una mujer decía su nombre mal pronunciado. Con acento extranjero.

Llegó a la conclusión de que la voz pertenecía a la primera mujer de su esposo, que había llamado por teléfono alguna vez.

“Confundo a mi hermano y a mi hijo y eso es muy molesto. Créeme. Hijos, hermanos, maridos y exmaridos no son personas a las que quieres confundir. Los maridos comienzan a parecerse mucho”, dijo Geri.

Geri Taylor en Las Vegas en 2014.
 El ruido y las grandes multitudes la dejaron
 exhausta.
CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Llegó la comida. Dijo que “una de las peores cosas es cuando no respondo a una conversación. Es como si no estuviera allí. Trato de mejorar. Trato de involucrarme con la actualidad. En Nueva York siempre hay algo nuevo. ¿Cuál fue la galería que abrió? ¿Ya fuiste a esa obra de teatro? Hay que estar al tanto de lo que pasa. Es valioso estar al día. Pero no puedo jugar a eso. Puedo agradecerte la información si me cuentas algo sobre lo que está pasando”.

Geri se pasó la mano por el pelo. “Cuando voy a verme con mis amigos, me preparo. Investigo. Me aseguro de preguntar sobre su última nieta, algo que se me olvidó hacer el otro día. O pregunto por el marido. Pero antes me aseguro de que haya marido”.

Cada vez agradecía más la ayuda de Jim con la agenda. En sus palabras, “antes yo le decía a Jim que se callara y ahora le pregunto qué voy a hacer cada día”.

Picó su ensalada y dijo: “Voy a mitad de revoluciones. No puedo abrir el armario y elegir qué me voy a poner. Dejo todo preparado la noche anterior o a primera hora de la mañana para saber qué me voy a poner. Quiero verme bien. No quiero parecer vieja ni loca. Se que podría parecer descuidada en un minuto. He perdido interés en comprar ropa, es una carga… antes me gustaba. Tenía mi propio estilo que se proyectaba como falta de estilo. Pero ahora cuando entro en una tienda, hay demasiadas cosas. No distingo una de la otra”.

La comida también le importaba cada vez menos. Nunca le gustó hacer el mercado, era una de las cosas fastidiosas de la vida. Ahora le gustaba menos todavía. “Uno de los síntomas importantes es la incapacidad de cocinar. Ahora me conformo con un sándwich a la hora de comer. Compro pollo asado”.

Algunas noches hablaba dormida. Una mañana se levantó para encontrarse en la sala mirando por la ventana. En Connecticut, su habitación estaba en el segundo piso y tenían una puertecilla para niños en las escaleras, para mantenerla encerrada dentro de su propia casa.

Día de pájaros. Estaba en Central Park para tomar fotos de pájaros. Le brillaba la cara. Su tutora, Sherry Felix, estaba con ella. Así la llamaba: tutora. Con el equipo a cuestas, caminaron entre senderos, las rutas llenas de hojas. El parque aún se despertaba con el estrépito de los perros que paseaban en grupo y una clase de niños sonrientes.

Su tutora tenía su propia historia. Había trabajado como cartógrafa. Después de quedarse sin empleo había tratado de juntar ingresos por aquí y por allá haciendo cosas como ayudar a Geri a editar fotos. Era buena sacando fotos pero tenía lapsus al descargarlas en la computadora y editarlas. Algunos días todo el proceso se convertía en una locura.

La fotografía había sido una actividad paralela durante 30 años. Ahora podía dedicarle tiempo. Los pájaros le interesaban mucho. Convertía sus fotos favoritas en postales y la mejor, la de un colibrí, la regalaba con frecuencia.

Una de las cosas que le agobiaban era encontrar el propósito de su vida. Algo que llenara el espacio que había dejado su carrera.

Nunca se habría retirado poco después de los 60 si el alzhéimer no hubiera empezado a molestar. Le encantaba su trabajo, la idea de trabajar. Nunca quiso quedarse al margen.

Los pájaros y su revolotear eran maravillosos, pero ¿eran suficiente? No lo creía pero tampoco había decidido qué era suficiente.

La fotografía, sin duda, era una válvula de escape. Cuando se sumergía en ella, todo era diferente. En la fotografía había constancia y no existía el flujo de la enfermedad. El mundo se relajaba a su alrededor. El alzhéimer parecía ausente, colapsaba sobre sí mismo, no podía atacarla ni burlarse de ella. Con los pájaros no había necesidad de buscar la palabra adecuada. No tenía que hablarles, solo observar su belleza generosa.

Como le gustaba decir: “Para mí, la enfermedad no existe cuando estoy tomando fotos y editándolas”.

Adoraba a los pájaros. Sus nombres. Una vez los supo tan bien y ahora la mayoría habían desaparecido de su memoria. Se quedaron un rato en algún lugar remoto, esperando a que pasara algo. No había muchos pájaros pero, bueno, a veces era así.

Geri, a la derecha, asiste a la obra 'Henri';
cuando esta terminó, sintió muchas emociones
.
CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
“No pensé que fueran a aparecer miles”, dijo Sherry. “Pero esto es patético”.

Geri dijo: “Aquí saqué una de mis mejores fotos”.

“Quizás suceda de nuevo”, respondió Sherry.

Sherry miraba alrededor. “Alerta, gorrión zorro en el sendero”, dijo.

“¿Eso es lo que es? Parece grande”, respondió Geri.

El pájaro posó entre los árboles, como si hubiera llegado al lugar solo para entretenerlas. Clic.

Geri miró su teléfono. Siempre lo hacía, por si se había olvidado de alguna de sus tareas. “Lo uso incluso para recordar con quién he hablado. Lo miro siempre porque acabo llamando a la misma persona dos veces o mandando el mismo correo”.

Se rio suavemente por el modo en que la enfermedad siempre lograba sacar ventaja sin que ella cediera espacio de manera voluntaria.

“Hay tantas posibilidades de fracaso… Los pantalones que me puse hoy, no los reconozco, pero estaban en mi armario. Son de la talla correcta y seguramente son míos. Debo haberlos comprado en algún momento”.

Los cambios de humor siempre son parte de esta enfermedad, pero el carácter de Geri había sido estable. “Al principio, Jim me dijo: ‘No aguantas a la gente tonta’. Yo era susceptible, ahora he aprendido a controlarlo. Me pongo el traje de adulta y lo asumo. Al menos una vez a la semana algo me confunde y me hace decir: ‘Esto es ridículo, voy a escribir una carta’. Tengo ideas sobre casi todo lo que se puede hacer en el mundo. Pero no escribo las cartas. Se me olvida”.

Pararon un rato a tomar algo. Ella admitió que había perdido su ego. Sacó el tema de manera casual, como si fuera un cubierto de cocina que se perdió y que luego aparece. Algo se había desatado dentro de ella. Había descubierto la indiferencia y le parecía bien. Mientras más la sentía, más libre e ingeniosa se sentía.

“El alzhéimer despierta la apatía. Hace años tenía ego, ahora ni siquiera sé quien soy. Tengo menos ego. Francamente, no me importa lo que la gente piense de mí. Estoy en modo de supervivencia, paso a paso. No quiero que se me caiga el café”.

La idea de que el alzhéimer acababa con el ego era su teoría. No estaba probada. “No sé por qué es así, pero lo he probado con otra gente con alzhéimer y dicen lo mismo. Es nuestro pequeño secreto”.

Entonces ¿a Geri no le importaba lo que la gente pensara de ella?

“No sé si he logrado que no me importe del todo. Pero estoy más cerca de lo que he estado nunca, de lo que pensé que podría estarlo”.

El taller de Caringkind comenzó en una sala de entrenamiento un poco después de las 17:30. Las sillas formaban un círculo alrededor de varias mesas pegadas entre sí. Participaban ocho personas y Jim Taylor era uno de ellos.

Al principio, no había querido ir a las charlas de ese grupo de cuidadores para pasar semana tras semana digiriendo los detalles del futuro, aprendiendo las cosas que le tocaría hacer. “Hay gente para la que saberlo todo es sinónimo de seguridad. Para mí no. Saber más sobre la enfermedad y lo que implica no será constructivo, yo sé cómo será. Ayudar a que se vista. Ayudar a que vaya al baño. Lo sé. ¿Quién no?”.

Esto, en cambio, parecía valer la pena y era algo manejable: dos sesiones para compartir información con otras personas, familiares o personas en la fase inicial de la enfermedad.

Lauren Volkmer, entrenadora para cuidadores de personas con demencia, repartió los materiales. Les dijo a los participantes que ellos también necesitarían apoyo. “Todos tenemos un límite de aguante antes de quebrarnos”. Mencionó que uno de los libros que solía recomendar se titulaba “El día de 36 horas” de Nancy L. Mace y Peter V. Rabins, cuyo título inquietante inyectó un poco de gravedad al interior de la sala.

Pero explicó que para ellos todavía no había llegado ese momento.

Lauren les pidió que compartieran algo, cualquier cosa. Salió el tema de la conducción. Una mujer dijo que se puso nerviosa cuando su marido casi se salta un semáforo en rojo y se detuvo solo porque ella gritó. Después le quitó las llaves. Él se enfadó. Ella cedió. Todavía le daban vueltas al tema.

La gente compartía sus problemas, su intimidad; todos tenían su punto de vista y encontraban consuelo en las experiencias compartidas.

Taylor escogía sus mejores fotos
 y las convertía en tarjetas.
Solía obsequiar una de sus favoritas,
 la de un colibrí. 
CreditGeri Taylor
Una mujer que cuidaba a su esposo estaba especialmente frustrada. “Te quedas sola en esto, sola”, dijo con voz temblorosa. “No te queda nada. Estás atenta siempre. Repetiste eso dos veces, aquello tres veces… No me gusta”.

Otra mujer le dijo: “Es probable que a él tampoco le guste”.

La primera mujer respondió: “Dijeron que podía irse directo, de una. Es muy molesto. Lo siento. Estoy muy enfadada”.

No había manera de reaccionar a esta enfermedad. Atacaba cada una de las emociones.

Lauren pasó al programa de alertas médicas de la organización. Deambular es algo habitual en la enfermedad. Es algo que sucede cuando se modifican las rutinas, por ejemplo, que el metro no se detiene en la parada habitual o entras al baño por una puerta y sales por otra. La organización maneja 350 casos de desaparición al año. El 99 por ciento aparece. Recomienda que todos lleven un brazalete independientemente del estado de la enfermedad en el que se encuentren.

Jim dijo que le gustaba la idea pero no sabía cómo convencer a su esposa. Luego, dijo, ella se había despertado tras un mal sueño, desorientada y dijo que eso la había hecho pensar. Ahora quería uno de esos brazaletes.

Después Lauren pasó a un ejercicio en el que quería que participaran todos. Empezaba diciendo: “Esto no es una prueba para saber si tienen alzhéimer”.

Les dio dos hojas de papel a todos. Cada una tenía una estrella grande dibujada con líneas dobles. Les pidió que dibujaran una línea entre las líneas trazando el contorno de la figura. Cuando terminaron, les preguntó cómo se sentían tras la experiencia. Estas fueron las respuestas.

“Yo, nada”.

“Calma”.

“Aburrido”.

“Molestia”.

Después le dio a cada uno un pequeño espejo. Con el segundo papel les pidió que pusieran el espejo en una posición que les permitiera ver la estrella reflejada. Después, debían trazar la estrella de nuevo pero solo viéndola a través del espejo.

Su intención, por supuesto, era que experimentaran algo de lo que siente una persona con demencia para generar empatía. (Hay más ejercicios, como ponerse gafas para simular un deterioro de la función visual o ponerse guantes con palomitas de maíz adentro para replicar la pérdida de capacidad sensorial).

A medida que avanzaba el ejercicio, Jim dijo: “Esto es como manejar un camión de mudanzas marcha atrás”.

Los resultados fueron pésimos, había líneas por todas partes.

Lauren volvió a preguntarles cómo se sentían.

“Tenso”.

“Frustrada”.

“Incrédulo”.

“Tonto”.

“Desorientada”.

Lauren dijo: “¿Es casi ridículo, verdad?”.

Una mujer respondió: “¿Así es como se sienten las personas con alzhéimer?”.

“Te devuelvo la pregunta”, contestó Lauren. “¿Tú qué crees?”.

La mujer se quedó en silencio. Lo había entendido. “Sí”, dijo con una voz suave, “imagino que así se debe sentir”.

Durante un momento de reflexión, Geri Taylor se sentó y, a manera de ejercicio, escribió los cambios que estaba empezando a sentir. El título: “Cosas que cambian a partir de la disminución de capacidades”.

El informe, redactado con la precisión de una inspección, le servía para explicarse a sí misma quién era. Fue un polo a tierra, pues le permitió darse cuenta de lo mucho que dependía de los demás y cómo eso había herido su orgullo.

El documento tiene dos páginas. Aparecían las consecuencias esperadas: no conducir, no viajar sola (excepto en metro, bus o tren) escoger libros más simples, planear con cuidado cualquier actividad al aire libre, (“llevar siempre la misma cartera, revisar constantemente las cosas que tengo cuando estoy fuera. En nueve meses he perdido un chaleco, botas, un reloj y mis gafas, y eso no es normal”).

La lista también incluía algunas ideas optimistas. Por ejemplo: escribió que ahora disfrutaba de los amigos y la familia más que nunca. “Llamar todos los días, escribir mensajes dos o tres veces al día” y algo totalmente inesperado: “Tomar el trabajo de la casa con mayor seriedad y dedicarle tiempo”. Los elementos del trabajo doméstico eran “un escape en las cosas más simples” y un “tiempo para alejarse de las personas y descansar”. El polvo o la ropa sucia no juzgaban sus limitaciones ni su memoria llena de huecos. Por eso sus pequeñas victorias sobre el polvo y las superficies más sucias eran gratificantes, incluso embriagantes.

“No puedo manejar la agenda ni las facturas, pero puedo hacer esto y puedo hacerlo bien así que cada vez lo hago más. Ayuda con mi identidad, es una responsabilidad que puedo asumir. Además, mientras lo haces, la mayor parte del tiempo, puedes cantar”, escribió.

Solía cantar viejos himnos, canciones de televisión. “Barbara Allen” era una de sus favoritas; era sobre un hombre a punto de morir que lucha por el amor de una mujer. Macabro, pero le gustaba la melodía, iba con su voz de segundo soprano. Limpiaba con gusto y cantaba.

Llegó el viernes y el día estaba lento. Su hijo Lloyd fue a visitarla a su casa de Connecticut, acogedora y bordeada por árboles, en el lago Candlewood. Ella quería limpiar los armarios y ver con qué quería quedarse su hijo. Era parte de su proyecto de vaciar las estanterías de su vida mientras aún podía hacerlo. Era invierno, finales de 2014 y hacía frío en la casa. La calefacción se había dañado y el hombre que iba a repararlo estaba en camino.

Lloyd es buen acompañante; es simpático y buen conversador, con una bonita sonrisa. Cuando estaba en bachillerato quería ser piloto pero su asma y una pequeña afección en el corazón se lo impidieron. Se conformaba con jugar con simuladores de vuelo. Cuando podía, Geri lo visitaba y se iban por ahí a caminar y se ponían al día.
Sentados el uno al lado del otro, iban peinando objetos llenos de recuerdos: anuarios del colegio, recortes de prensa con viejos logros deportivos, un casete con las canciones de Navidad de “La guerra de las galaxias”, una fotografía enmarcada del abuelo y el bisabuelo de Geri, y una cinta en la que Jim y Lloyd cantaban “A Bushel and a Peck” del musical “Guys and Dolls”.

Lloyd le dijo: “Esto puedes quedártelo”.

“Muchas gracias, seria duro decirle adiós”, respondió Geri.

Aretes. Ella sabía exactamente de dónde venían, de un compañero de secundaria con el que había estado comprometida. “Se lo llevaron a la guerra de Vietnam. Se fue un año y medio, y cuando regresó no volví a saber de él. Entonces me casé con su mejor amigo”.

Y, por supuesto, había un montón de fotos viejas del perro que hablaba. No todas las familias tienen un perro que habla, pero la suya sí. Su tío de Alemania, Lloyd Bonsall, que inspiró el nombre de su hijo, tenía a Mikey, un bóxer que decía algunas palabras. El perro era algo así como una celebridad en la televisión alemana.

“Nunca lo hubiera creído hasta que vi al perro en el sofá y lo oí decir ‘Mamá'”, dijo Geri. “Me sorprendió. Todavía no me he recuperado del todo”.

Un perro que hablaba. Se rio. Se vio reflejada en sus propias palabras. Siempre había sido muy meticulosa en lo que decía. Pero ahora eso era imposible. “Tenía que decirme a mí misma que mi mejor esfuerzo era suficiente”, decía.  “Estoy en esa fase. Espero que te gusten las palabras que elijo porque son las que puedo ofrecer, y ¿sabes qué? Me he dado cuenta de que la gente tampoco escucha tanto. Así que logro comunicarme”.

Una vez terminada la selección de las cosas que iban a tirar a la basura, Geri empezó a hablar de “Still Alice”, una película protagonizada por Julianne Moore sobre una mujer en las primeras fases del alzhéimer. Quiso verla sola porque no quería que nadie proyectara lo que veían sobre ella. Le gustó muchísimo.

“Al salir, estaba en paz, me sentí como si hubiera ido a un país extranjero y me hubiera encontrado a alguien de mi pueblo. Era tan realista… cómo buscaba las palabras. No es sentimental. Es directa. Me gustó que el marido se vaya al final. Mucha gente se va. Es lo que pasa”.

“Suena al tipo de película que prefiero perderme”, dijo Lloyd.

“Bueno”, respondió ella. “Está muy bien hecha”.

Geri tenía una idea fija de lo que deseaba, más allá de cómo evolucionara su enfermedad. Sabía que algunas personas con alzhéimer terminan con sus vidas. Ella no. “Tengo una posición filosófica diferente. Me veo como parte de un organismo, de mi familia. No me limito a decir apaguen la luz y ya está. Si solo puedo sentarme y tararear canciones pues esa todavía seré yo”.

Sentados a la mesa, cenaron sándwiches y de postre, galletas. Siempre le habían gustado las galletas, pero ahora, en su condición, el azúcar le daba energía.

“He pasado de una galleta de cuando en cuando a una al día; a veces, a dos al día. Necesito energía rápida”, dijo Geri.

Afuera comenzaba a refrescar y su hijo se llevaba sus recuerdos en el auto. Olía a lluvia.

Taylor en el Stewart State Forest
 en Newburgh, Nueva York, el año
 pasado
CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Mencionó que Jim acababa de leer en el periódico sobre un ensayo clínico sobre la fase I de la enfermedad. Estaban probando un medicamento. A ella le sonó a novedad, un nuevo proyecto. La idea era que el producto podría hacer que el declive mental fuera más lento al romper las placas formadas por la proteína beta amiloide que son el sello del alzhéimer. La empresa Biogen estaba haciendo ensayos en sujetos con casos de alzhéimer moderado. Había esperanza de que fuera uno de los avances más importantes frente a una enfermedad que no provoca más que desilusiones.

Geri comenzó a buscar en internet de inmediato y se enteró de que parte del experimento se estaba haciendo en el Hospital de Yale-New Haven.

Pocos días después, llamó a Yale y descubrió que si hubiera esperado dos días más no habría clasificado. El examen de estado mental que le hicieron para medir sus capacidades cognitivas la diagnosticó con alzhéimer moderado, justo lo que buscaban. Un escáner confirmó que las placas de amiloide estaban comenzando a formarse, el otro requisito para participar en el experimento.

Pero los candidatos que buscaban eran aquellos que tenían una variante del gen conocido como ApoE4, que incrementa el riesgo de desarrollar alzhéimer tardío. Le hicieron esa prueba. Un resultado positivo sería su boleto de entrada. La respuesta llegaría en pocas semanas.

Sintió algo de esperanza. Existía la posibilidad, por remota que fuera, de que un medicamento le permitiera negociar algún tipo de tregua con la enfermedad. Quería formar parte del experimento.

Una de las cosas que hicieron los Taylor fue comprar algunas acciones de la empresa Biogen. Su asesor financiero les dijo que eran caras, pero lo hicieron por razones emocionales: un voto de confianza, un gesto que podría cambiar los cálculos y traerles un poco de suerte.

En busca del sentido

El condominio Sea Rise en Jupiter, Florida, tenía la ubicación perfecta: al final de una calle curva, a pocos pasos del océano. La unidad D404 era de un dormitorio. Al lado de la entrada, en la pared, un tablero blanco con recordatorios, números de teléfono y claves de acceso a internet y a la computadora. Como seguros para esa memoria con parches.

Los Taylor lo alquilaron durante enero y febrero; querían escapar del frío. Condujeron hasta allí y así se ahorraron el billete de avión y el alquiler de un auto.

Geri Taylor con su hijo, Lloyd Widmer, en 2015.
Un año antes, Lloyd ayudó a su madre a
 revisar sus pertenencias como parte de
 sus esfuerzos para entender los recuerdos guardados
de su vida mientras todavía podía.
 CreditMichael Kirby Smith
 para The New York Times
Un día normal en Florida, lo que querían era ir a la piscina.

Geri dijo: “Baja tú, yo necesito decidir qué voy a llevar y no puedo pensar si hay gente, me confunde y llevo cosas que no son”.

Jim ya se había dado cuenta de eso. También de que se estaba quedando sin energía y que se le olvidaba el día en el que estaban. Su vida seguía con la discontinuidad de la enfermedad. Geri había recibido una respuesta agridulce de Yale. La habían aceptado, lo que significaba que tenía el gen ApoE4. Además fue una sorpresa saber que tenía dos copias, lo que significaba que lo había heredado de su padre y de su madre. Ambos estaban muertos y solo él había desarrollado la enfermedad.

Que lo tuviera de los dos significaba que su hijo lo tendría también. Uno de los genes multiplica el riesgo de tener alzhéimer por tres. El otro por 10 o 15.

“Reaccioné de dos maneras. Me preocupaba no tener el gen, ¿qué sería entonces lo que tenía? Quizás un tumor cerebral o alguna variedad desconocida de la enfermedad”, dijo.

“Quería estar en el grupo de lo conocido. Quería formar parte del estudio. Me sorprendió descubrir que lo tenía de mi padre y mi madre y que mi hijo también lo tendría. Me entristeció”.

No sabía si recibiría la medicina o el placebo, pero por la manera en que el ensayo clínico estaba organizado, pensaba que las posibilidades de recibir el tratamiento eran altas. En todo caso, tenía derecho a recibir el medicamento real durante tres años y medio después del ensayo, que duraría un año.

Se sentaron afuera, frente a la piscina, y miraron a una vecina esbelta que daba vueltas. En dos días asistirían a una cena en la que hablarían sobre la vida con la enfermedad de Alzheimer en una iglesia Unitaria a la que pertenecía una de las hermanas de Jim. Al principio dudaron, ansiosos, sobre exponerse en público. Pero la audiencia iba a ser receptiva y acogedora y ahora tenían ganas de hacerlo. Si salía bien quizás fuera algo que podrían hacer más a menudo. Estaban dándole vueltas a las formas en que su enfermedad podía ayudar a otras personas.

Jim sacó su tableta y navegó por la pantalla, peleándose con la presentación. Cada uno tenía una parte. Él iba a hablar sin guion. Ella, y su memoria confundida, no pudieron memorizar ni un solo párrafo. Había leído el guion varias veces y cada vez le resultaba nuevo aunque lo hubiera escrito ella. Tendría que leer su parte.

Jim estaba contento de cocerse al sol y sentir esa brisa suave. Incansable, Geri se fue hacia el mar. Salieron algunas nubes y comenzó a caminar por la orilla, al pasar dejaba sus huellas en la arena. Las olas rompían, dejaban espuma y se retiraban.

Ya no conducía. Ya no confiaba en sí misma. De hecho, desde el pequeño accidente que había tenido en julio, el primero de su vida, solo lo había hecho dos veces más. Estaba tranquila con la decisión. Sabía que era lo mejor.

Sus noches, últimamente, habían estado pobladas por pesadillas y villanos que no podía identificar. Le tenía pavor a la hora de dormir. Creía que era por el Aricept que tomaba antes de conciliar el sueño. Habló con el médico y le sugirió que tomara solo media pastilla por la noche y la otra media por la mañana. Lo hizo. Parecía funcionar. La noche anterior las pesadillas habían disminuido y no se despertó asustada.

Unos pájaros que volaban rozando el agua llamaron su atención. Se detuvo a tomar fotos. Se puso de rodillas. “Parecían aburridos, si es que los pájaros se pueden aburrir”. Saludó a alguien que pasaba por delante con su perro. Todavía le gustaba pararse a hablar con la gente, incluso sobre su enfermedad. Lo que le molestaba eran las reacciones habituales.

Las había de dos tipos: “Estás bromeando, no pareces alguien a quien le pase algo”. Y entonces se sentía obligada a defender su caso, como un abogado ante un jurado que debe mostrar pruebas para conseguir el veredicto. Dejen de decir que no la tengo, pensaba.

“¿En serio? Yo también he estado teniendo algunos problemas de memoria y me empezaba a preguntar. El otro día fui a la cocina y no recordaba para qué”.

Entonces ya es sobre ti. Hablemos de ti.
A veces se sentía como una guía que debía explicarle a la gente cómo responder en una conversación.

Otro día se encontró a una persona de tez morena, arrugada por el sol. Era alguien que vivía allí. Casualmente, Geri mencionó la palabra alzhéimer. La persona le preguntó por los síntomas y cómo los manejaba de manera educada.

Bien, pensó, por fin. Así era como se hacía.
El día de la presentación amaneció soleado. Fueron a un par de lugares para turistas, un hospital de tortugas. El Loggerhead Marinelife Center es un centro de investigación y conservación a la orilla del mar que rehabilita tortugas marinas. Cada tortuga es asignada a una piscina. La pareja se inclinó para mirar.

Las historias eran tristes. Mayflower había perdido parte de su aleta delantera izquierda por congelación. A Reef la golpeó una hélice y se quedó paralizada. C. C. tenía un anzuelo de pesca atravesado en el esófago. Paseaban por las piscinas y esperaban el día en que serían devueltas al mar.

Los guías tenían información abundante sobre las tortugas. Geri ya había estado allí antes pero todo parecía nuevo para su mente, confundida por el alzhéimer. Sí, todo acababa llevando al alzhéimer.

Después fueron en auto hasta la reserva Grassy Waters, una de sus favoritas. El silencio y la calma la tranquilizaron. Después de una pequeña siesta, ya era hora de dirigirse a la iglesia.

Yo sé que la marea se está llevando
 mi memoria', dijo Geri Taylor.
CreditMichael Kirby Smith
para The New York Times
Había tres docenas de personas vestidas de manera informal encajadas en la sala de reuniones de la congregación universalista de Palm Beaches. Habían puesto mesas y bandejas de pasta.

Con el estómago lleno, las voces callaron y la pareja contó su historia.

Geri se sentó en una silla alta. Si estaba mucho tiempo de pie, temblaba. “Estamos contentos de estar aquí para compartir nuestra experiencia. A veces es complicada pero ha sido también un momento interesante”, dijo Jim.

Hablaron sobre el modo en que la enfermedad los había afectado, cómo habían logrado evitar la parálisis a la que se veían sometidos muchos enfermos, y cómo habían elegido ellos mismos la ruta a seguir. Los detalles hicieron que la gente se riera. Por ejemplo, que Geri seguía confundiéndose de cepillo de dientes y tiró a la basura el de Jim porque no pudo recordar de quién era aunque, en sus propias palabras, “solo somos dos en casa”.

Geri dio consejos sobre cómo comunicarse con alguien que tiene la enfermedad: céntrate en un solo tema, no hagas varias preguntas al mismo tiempo. Cuando una amiga le hizo muchas preguntas a la vez, la confundió y solo pudo responder: “Elige una sola”.

Geri siguió: “Ponte a su lado, sonríe, agárrale del brazo y dile: ‘Hola’, ‘Ya lo sé’, ‘Estoy contento de que hayas venido’, ‘Soy tu amigo’. Esas son frases muy importantes para un enfermo de alzhéimer y realmente ayudan”.

Habían decidido que durante la charla, Jim le haría preguntas a Geri.

Jim: “Geri, ¿cómo vives sin caer en la tristeza?”.

Geri: “Todos nos enfrentamos al destino, algunos sabemos cuál va a ser la causa, otros aún tienen todo el rango de opciones. Paso los días recibiendo regalos. Una nota de mi sobrina, un abrazo de mi nieta, una llamada de mi hijo en la que me avisa del clima, una foto, una llamada de un amigo, la sonrisa de mi marido cuando me da las buenas noches”.

Miró a la audiencia para cruzar miradas y dejó el dedo puesto en el lugar de la página por el que iba. Luego continuó: “El dolor no se va pero yo lo ajusto cada día, lo acomodo y lo adapto según lo siento necesario. No se trata de negar las cosas, es más bien permitir que ciertas funciones de la vida se queden en la parte de adelante mientras hay un programa que gestiona la de atrás, el cerebro, para encontrar el modo de adaptarse a los cambios que el alzhéimer impone en la vida”.

La audiencia, absorta, escuchaba a una pareja de edad que contaba el modo en que la enfermedad los unía y separaba. Aceptaron preguntas. Hubo manos levantadas.

Un hombre quería saber si hacía crucigramas. Geri contestó que no, que eran muy frustrantes.

Laura Noel, la sobrina de Geri, levantó la mano. Dos años atrás, antes de que Geri comenzara a contarle a sus allegados que estaba enferma, Laura estaba fisgoneando su teléfono y vio que en la parte de atrás había escrito la palabra “marido” al lado del nombre de Jim, y al lado de Lloyd la palabra “hijo”. Laura bromeó: “¿Vas a olvidar quién es tu marido?”. Geri la miró pero no respondió. Tardó un año en contárselo.

Cuando la pareja había llegado a Florida, Laura se dio cuenta de que su tía se equivocaba de taza. Ella tomaba café y él bebía té. A él no le gustaba el sabor que el café dejaba en la taza. Laura, una artista, pintó en la taza: “Geri. Café. Leche. Azúcar”.

Durante la charla, Laura preguntó sobre la respuesta que le gustaba oír cuando le contaba a alguien que tenía la enfermedad.

“‘Te quiero y haré lo que sea que esté en mis manos’. Lo más importante es la aceptación”, contestó Geri.

Cuando terminaron, hubo largos aplausos.

Geri Taylor en la caminata para encontrar una cura para el alzhéimer, en Manhattan en 2015CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
No había mucho tráfico. Les tomó dos horas conducir desde su apartamento en Manhattan hasta New Haven. Había tanta luz que miraban de lado. Iban despertándose en silencio.

La primera semana de marzo, había tomado su primera dosis del medicamento de Biogen, que se llamaba Aducanumab. Por el momento, sin efectos secundarios. Ahora era el Día de los Inocentes y regresaba al hospital de Yale para la segunda sesión, su nuevo ritual.

Tal como la última vez, sin excusas, debió tomar el examen de capacidad cognitiva. Listas de palabras para recordar. Imágenes simples y repetición de lo que había visto. En cada secuencia lograba recuperar dos o tres de los hoyos de la memoria y luego se culpaba por los malos resultados.

“Cada vez que veo la lista quiero llorar”, dijo Geri.

Geri Taylor en Jupiter, Florida, a donde viajó con su esposo en el invierno de 2015 para escapar del frío de Nueva York. CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
La última vez le había ido bien con los nombres de pájaros y los sombreros. “He estado tratando de engañar a la prueba. Espero que haya un montón de sombreros y pájaros. Quizás así acierte. Recuerdo los sombreros, pero lo que hacen es cambiarlos de posición para confundirte. También te dan las mismas palabras tres o cuatro veces para ver si has mejorado. Y ahí te deprimes”, confesó.

Pasaban los autos, el tráfico. Miraba la escena, anodina. Suspiró. “Se me daban bien las matemáticas y ahora cuando salgo a cenar tengo que darle la factura a la persona que está conmigo para calcular la propina antes de firmarla. La última vez lo puse todo en la cartera mientras la mesera me pedía el papel. Tuve que darle vuelta a la cartera para encontrarlo”, añadió.

Durante sus vacaciones en Florida, Taylor y su esposo dieron una charla sobre la vida con alzhéimer. También ofrecieron charlas después en Nueva York y Connecticut.CreditMichael Kirby Smith para The New York Times

Miró a su marido y con una sonrisa dijo: “Por cierto, compré un montón de pasta de dientes y desodorante para que no te quejes, sigo perdiéndolos”.

“Justo a tiempo”, le respondió Jim.

Estaban de buen humor. Unas semanas antes, Biogen había anunciado en una conferencia de neurología que un análisis de los datos de 166 pacientes ofrecían resultados positivos sobre la etapa inicial del ensayo.

El análisis encontró que el medicamento reducía el declive cognitivo y reducía de manera significativa la placa que se formaba en el cerebro. Los expertos decían que los datos eran positivos. Otros tratamientos ya habían ofrecido promesas que luego resultaron ser pistas falsas. (De hecho, los resultados posteriores fueron mucho más difusos).

En el anuncio también informaron que la variante ApoE4 era más susceptible de provocar hinchazón cerebral si se concentra en dosis altas. Y ese era el caso de Geri.

En la oficina, buenas noticias: no habría prueba de habilidad cognitiva, solo un pequeño examen físico. El médico notó un ligero temblor en las manos de Geri. Eso es viejo, le dijo ella. “Nunca he tenido ansiedad, una película mala me molesta, pero eso es todo”.

En el hospital, se deslizó sobre una cama bajo los inclementes focos de luz fluorescente. Acostada, la inyectaron en el brazo izquierdo y así comenzó la transfusión.


El doctor Christopher H. van Dyck se sentó con Geri y Jim. Era psiquiatra geriátrico y había fundado la unidad de investigación sobre el alzhéimer en la escuela de medicina de Yale en 1991, cuando esta área de la ciencia empezaba. Aún lo dirigía y todavía trataba de llegar al fondo de la enfermedad. No solo tenía curiosidad intelectual; también era personal: sus dos abuelos habían tenido alzhéimer.

Había sido testigo de primera mano de toda una serie de medicamentos fallidos. Solo había cuatro medicamentos aprobados para los síntomas de la enfermedad y el último era de 2003. “Ha sido una época de pocos logros”, les confesó, pero allí estaba, persiguiendo con su mirada una esperanza que salía de una bolsa y entraba por el brazo de Geri.

Le preguntaron cómo se pronunciaba el nombre de la sustancia. No estaba seguro. “A las farmacéuticas les gusta que los nombres sean difíciles de pronunciar para que la gente se aprenda la marca comercial. Eso es lo que he oído”, les dijo.

“¿Ha tenido que ver con los experimentos fallidos?”, preguntó Jim.

“Sí, con todos”, respondió con una sonrisa agria.

“Debe ser emocionante vincularse con un éxito, ¿o no?”.

“Con un éxito que se pueda demostrar. Aún es pronto para eso”, respondió el médico.

Por ahora el medicamento, como todos los demás que pasan por la etapa de pruebas, generaba más interrogantes que respuestas. Tomaría años saber su valor real. Tenía razón en ser precavido.

“¿Cómo te sientes?, le preguntó el doctor a Geri.

“Bien”.

“¿No hay hormigueo?”.

“No. Sé que suena extraño”. Era alérgica a las hormigas rojas y le preocupaba que algún medicamento derivara de ellas.

Tenía esperanza de que el tratamiento funcionara. Por dentro era optimista, quería  encontrar una salida.

Le dijo al médico: “Le dije a Jim que podrían congelarme en este estado, yo estaría bien así”.

Seguro, ¿quién no aceptaría un trato como ese? Era mucho mejor que llegar al punto más avanzado de la enfermedad. Vivir con “eso”, buscar las palabras, equivocarse de lugar al colocar las cosas, no poder conducir, vivir siempre en el presente. ¿Por qué no?

Geri dice que la relación con su marido está
“mejor que nunca” desde que supo
que tenía alzhéimer.
 CreditMichael Kirby Smith par
a The New York Times
Sabía que nada podía devolverla a su estado anterior, a la antigua versión de sí misma, y quedarse congelada en el momento en el que estaba era mucho mejor que enfrentarse a la desagradable realidad que le esperaba en la fase final de la enfermedad.

El médico le dijo: “Con este medicamento puede que logres dar marcha atrás”.

“Bien, así no tengo que cuidarte”, le dijo Jim.

El médico le preguntó por sus hábitos. Reconoció que le encantaba leer pero se limitaba a libros estrictamente lineales.

“Estoy leyendo ‘Crimen y castigo’. Una delicia, el mismo tipo todo el rato dando vueltas”, les contó Geri.

El doctor Van Dyck miró a Jim. ¿Asistía a algún grupo de apoyo? Ya que él también estaba atrapado en la enfermedad.

“Los he evitado. Creo que muchas personas lo llevan como un peso, Geri y yo hemos decidido vivir lo mejor posible el mayor tiempo que podamos”, le contestó Jim.

Geri le habló del terapeuta que le recomendó guardar silencio sobre su condición.

“Sí, hay un estigma. La gente lo guarda en secreto y todo el dinero se destina al cáncer y a los problemas del corazón”, dijo el médico. “La cantidad destinada a la enfermedad de Alzheimer es minúscula, aunque tenga un costo mayor para la sociedad”.

La primavera llegó en abril. Heidi, la hija de Jim, llegó con sus hijas, Maggie y Leila, a visitarlos en Nueva York. Todos los años lo hacía. Los cinco se apretujaron en el apartamento de una habitación y un baño. Geri acababa de contarle a sus nietas lo que pasaba. Lo había hecho en Navidad.

Las niñas no estaban ciegas. Se habían dado cuenta de uno que otro despiste de su abuela. Geri era muy cercana a Maggie, de 15 años. Leila tenía 13. Habían cocinado juntas desde que tenía cuatro años. Maggie entendía algo de lo que pasaba. Había hecho un proyecto sobre alzhéimer en la escuela. “Estuvo genial”.

En la visita de Navidad había pasado algo inquietante. Geri entró a la habitación en la que estaban las dos niñas y se quedó mirando a Maggie. Pensó que era su hermana. Maggie se dio cuenta inmediatamente.

“¿No me reconociste, verdad?”, le preguntó.

“No”, respondió Geri. “Me confundí”.

Pasearon por un parque, pero el aire todavía estaba frío. No parecía primavera. Las dos niñas iban delante, esquivando cochecitos y a la gente que bebía refrescos. Comenzó a lloviznar.

Entraron a un restaurante pequeño para comer algo. La conversación acabó siendo sobre la claustrofobia de Geri. Llegó a ser tan aguda que no era capaz de subirse al metro.

“Suena raro, pero creo que la enfermedad me ha distraído de algunas cosas. Ahora tengo más distancia emocional”, les dijo.

La familia se rio por el relato de una pequeña aventura. El otro día, habían llegado al apartamento y Geri no encontraba el teléfono. Quizás lo había tirado a la basura.

Fueron al sótano, llamaron al teléfono, miraron por encima las bolsas. Nada. Pero sintió que había estado bien haber ido allí, pues seguramente volvería a buscar las cosas que tirara sin querer. Al final, resultó que el teléfono estaba en el apartamento detrás de una mesa.

Después de comer se fueron de compras. Las dos niñas miraban ropa mientras Geri y Heidi hablaban de que las pequeñas no entendían el futuro de su abuela.

Eso la tenía preocupada. Hace poco habían visto la película “El cuaderno”, que al final muestra a una mujer en la fase final de la demencia. “Geri no va a acabar así”, dijo Maggie. Ella creía que la medicación lo podría detener.

Su madre respondió: “Ya veremos”.

Los parientes comenzaron a llegar puntuales, rompiendo la tradición familiar. El Día de la Madre era el día en que muchos familiares iban a la casa de Connecticut y Geri hacía una gran comida.

Este año era diferente. Su hijo Lloyd y su novia habían pedido muchas veces que se dejara ayudar y ella siempre se rehusaba. Pero ya había empezado a cometer errores en la cocina. Hacía un par de años había olvidado varios platos.

La enfermedad no tiene vacaciones.

Por fin, esta vez les había dicho que aunque ella cocinaría, les dejaría ayudarla.

Su hermano y su esposa vinieron desde California, estaban visitando a sus hijos y otros parientes que vivían cerca. Su hermana también había venido. Había como 20 sobrinas.

En la puerta de la nevera, una lista con las tareas para Lloyd y su novia. Geri ya no podía preparar ni el plato más rudimentario sin seguir instrucciones. “Leo y repaso las instrucciones para cocinar una y otra vez. Tengo que pensar cada paso. He perdido el automático; ahora conduzco con cambios”, admitió.

Cada uno se servía su plato y se sentaba, bajo una luz tenue. Sobresalía el sonido de los tenedores golpeando contra los platos, las voces, suaves. Geri llevó a algunos por un paseo alrededor de la finca, hasta el lago.

Estaba disfrutando pero se sentía fatigada. Incluso en los días más normales, su energía se agotaba al mediodía. La batería ya no aguantaba más. Le gustaba echarse una siesta o sentarse en silencio a leer una revista o acampar frente a la televisión. Veía muchas películas.

A veces se tomaba una mañana entera para desaparecer dentro de sí misma. “Solo miro. Pienso que debería estar haciendo algo y luego digo: ‘Para qué’ y me quedo sentada”, dijo Geri.

Estaba teniendo problemas con la vista. Buscaba el delineador en su bolsa de cosméticos, y aunque lo tenía delante no lo reconocía. “Buscaba un tenedor, lo veía, miraba hacia otro lado y tampoco estaba allí y volvía a mirar y estaba allí. Eso sucede una vez al día”, explicó.

Otra preocupación para la lista.

Parte de la ayuda en la cocina era para que Geri pudiera pasar más tiempo con sus invitados. A algunos los veía muy poco. Conversó con ellos pero la enfermedad aparecía de cuando en cuando. “Olvido los nombres. Los de mi propia familia. La ciudad en la que vive mi hermana desde hace 40 años. Lo olvido. Las conversaciones son como un parpadeo. A veces es mejor no tenerlas”, reflexionó.

Las conversaciones en grupo eran especialmente frustrantes. “Hablan de la bolsa y yo estoy pensando en qué decir. Cuando por fin lo encuentro, ya han pasado a la política y cuando me sintonizo y tengo algo para decir, están discutiendo el clima. Es como lanzar un anzuelo una y otra vez. Acabo agotada. Mi estrategia es hablar de primera, sacar el tema yo misma antes de que alguien lo cambie”.

Y es que es tremendo el baile constante que te enseña la enfermedad.

Primero fueron títulos: escuchar una letra y nombrar la canción. Maria Mursch, que organizaba el grupo leyó una: “Donde juegan el antílope y el ciervo”. Y dijo que podían cantar o tararear si eso les ayudaba a adivinarla.

Alguien lo hizo y varios se sumaron. A coro, dijeron: “Home on the range”.

Siguiente: “Si no ganan es una vergüenza”.

“Llévame al partido”.

Pasaban rápido de una a otra, lanzando lo que se les venía a la cabeza, trabajando en equipo, dándole vueltas a las pistas hasta que acorralaban la respuesta.

Alguien dijo: “Adoro este juego”. Otro respondió: “Cada recuerdo vale por una victoria” y recordó una anécdota relacionada con una de las canciones.

Otro preguntó: “¿Cómo puede ser que no tengas ninguna letra de Led Zeppelin?”.

“Tengo que buscarla”, dijo Maria.

Al tratar de responder a una de las pistas, un hombre cantó una canción entera solo para le dijeran: “No es esa pero, gracias, es preciosa”.

Maria lanzaba más y más pistas. Podías escuchar el ruido de los cerebros, las cejas se movían mientras repasaban sus recuerdos en busca de las respuestas. Algunas veces se quedaban en blanco; pero la mayoría conseguían acertar.

Geri adivinó “Shine on Harvest Moon” y todo el grupo comenzó a cantarla hasta que alguien dijo: “Es suficiente”.

El taller de memoria de los jueves en Caringkind era de 11:00 a. m. a 12:30 p. m. Asistían ocho personas, seis hombres y dos mujeres. Geri llevaba más de un año participando y lo hacía feliz, dejándose llevar por los juegos mentales. El tiempo se iba volando.

Para Geri era cada vez más difícil producir frases. Pero allí, rodeada de “su gente” no era tan consciente. Fuera de esa sala, cuando se frustraba por no poder decir frases seguidas, se retraía. “En los últimos meses, dos veces he llegado a un nivel de frustración tan grande como para perder el control y gritarle a Jim solo porque estaba allí”.

Sin mayores preparativos, Maria pasaba de juego a juego. Palabras que empiecen por la letra X. Frases cuya primera letra termine en A y que la segunda comience por B. Juegos de adivinar: una ciudad de Perú que se llama igual que una fruta. Nombre del aparato que responde preguntas en una fiesta. Modos de transporte que empiecen por B. Empleos que comiencen por T. Respondan.

Como era de esperar, se repetían frecuentemente: “¿Tenemos constructor?”.

Lo tenían.

“¿Banquero?”.

“Sí”.

“¿Banquero?”.

Maria nunca perdía la calma. Los manejaba con entusiasmo. Así se hacían las cosas allí. Todo el mundo se alegraba por los éxitos y soltaba bromas en un lugar gobernado por el alzhéimer.

Se hablaba de cualquier tema. Uno de los participantes estaba en un programa de 12 pasos y explicaba que lo que estaban haciendo tenía ciertos paralelos. La negación, el estigma, la necesidad de admitir lo que tenías para poder seguir adelante. “La cosa es que no estás solo y eso es muy importante”, afirmó.

“Me encanta el humor del grupo” dijo otro. “Y las canciones”.

“Bueno, tampoco diría tanto”, señaló otro.

Todo tiene un límite. Y el reloj del alzhéimer no se detenía. Los participantes del taller tenían, en promedio, un año y medio o dos antes de pasar a la fase en la que no podrían participar en los juegos. Algunos quizás un poco más.

Geri estaba en esa media y era una de las más animadas. A los ojos de los demás no parecía tan diferente a lo que había sido uno o dos años antes. Pero lo era. Puede que los cambios exteriores no fueran evidentes pero por dentro cada vez le resultaba más difícil todo. Era como una fábrica que sufría de un declive continuo de productividad.

Los participantes en los talleres no los suelen abandonar de manera voluntaria. Les piden que lo hagan. Por ejemplo, el mes pasado le había pasado a uno, el toquecito en el hombro. Contra todo pronóstico, había participado cuatro años. Pero al final estaba como ausente y lo confundían los ejercicios, por lo que le recomendaron otra organización que podría ayudarlo más.

El grupo habló sobre su ausencia. Les interesaba saber que había otro lugar, que no se quedaba fuera. En algún momento, le pasaría a todos: cada uno recibiría ese toque en el hombro.

Ella también lo pensaba. Lo había discutido con su mejor amigo del taller, un ingeniero de software retirado de 73 años que había asistido durante cuatro años. Todos sus colegas iniciales ya habían entrado a una fase de mayor deterioro y se habían ido.

Se llevaban bien. Él pensaba que ella era “el ser perfecto”. Admiraba que siempre estuviera alerta, que los reveses no pudieran con ella.

Desde el punto de vista de ambos había algo que desequilibraba al grupo, que lo desequilibraba todo. El énfasis se ponía en la persona encargada de los cuidados y no en las personas que padecen la enfermedad. Eran sujetos pasivos.

Sabían que todavía les quedaba vida independiente, que no eran inútiles. Pero con dificultades. Ella sentía que la promesa que traían tratamientos como el de su experimento podría frenar el avance de la enfermedad. A veces pensaba también que su corazón o un cáncer podrían atravesarse y ganarle al alzhéimer.

Geri y su marido habían dado bastante charlas sobre la vida con alzhéimer en un centro comunitario judío en Nueva York y en Connecticut. Ya sabían. Se habían convertido en apóstoles del aprendizaje de la vida con una enfermedad. Pero ella sentía que aún tenía que hacer más.

Ella y su amigo se pusieron la tarea de identificar estrategias útiles para la vida diaria y compartirlas. Ellos eran los enfermos, ellos eran la autoridad. Su amigo le decía: “Podemos ayudar, no tenemos por qué estar ahí sentados esperando a que nos hagan las cosas”.

Ella lo presentaba así: “La mayoría de los libros sobre el alzhéimer son sobre el cuidador, yo he cuidado toda mi vida. No me interesa cómo alguien se ha convertido en un héroe que, luego, cuando la persona ya no está, puede rehacer su vida”.

En agosto se había reunido con los miembros del equipo de CaringKind. Geri dio sus ideas. Uno de ellos dijo: “¿Te gustaría contar con un grupo de apoyo?”.

“No”. Eso era lo último que Geri quería. Ella quería compartir estrategias, un tutorial básico hecho por iguales, por enfermos. “No queremos que nos lo hagan, queremos hacerlo nosotros”, contestó.

Sintió escepticismo. Les dijo que estaban reforzando una situación de dependencia que infantiliza al enfermo. Se dieron cuenta de que Geri iba en serio.

Tres semanas después, en septiembre, Caringkind diseñó un seminario para identificar estrategias para las personas que sufren del primer estadio de pérdida de memoria. De pacientes para pacientes.

El equipo de la organización entendía que estaban llenando un vacío con este encuentro, pero solo esperaban una media docena de participantes. Llegaron 22 personas. Las dividieron en dos grupos y en la tercera sesión, ya todos estaban juntos.

Un facilitador ayudaba a dirigir las sesiones. Identificaron estrategias y las escribieron en un tablero. La imagen que devolvía el encuentro era doble. Por un lado, la mayoría de la gente no contaba con una estrategia, no pensaba así. “No hablaban tanto de estrategias como de verbalizar sus problemas”, dijo Geri. “Había mucha frustración acumulada por olvidar los huevos y la leche”. Por el otro lado, había mucho interés en los ensayos clínicos.

Muchas de las ideas del grupo eran de Geri. Cómo aprovechar la utilidad de un teléfono inteligente, cómo conseguir un dispensador de pastillas electrónico (Geri había conseguido uno en línea). La idea de socializar tanto como fuera posible, descubrir maneras de recordar las cosas, hacer ejercicio físico y algo que para ella era muy importante: encontrar su propósito de vida.

En la última sesión debatieron sobre lo que realmente querían.

Muchas de las expectativas no eran realistas. Hablaban de cómo “ellos” tenían que hacer esto o aquello, cómo “ellos” tenían que ofrecer casas asequibles, una alternativa a los asilos. Pero Geri apenas se quedó pensando: “¿Quiénes son ellos?”.

Alguien dijo que debería haber vallas sobre ellos y sus problemas. Que el país tenía que saber. Otro dijo que debería haber anuncios en la televisión. Al final, Geri dijo que quizás deberían publicar manuales con estrategias. Al menos eso parecía factible.

Los miembros de la organización dijeron que lo harían. Geri estaba contenta. El mensaje había salido a la luz. Esas estrategias podrían marcar un compás, un ritmo para avanzar.

Su amigo y ella decidieron seguir presionando a la organización. Era solo un primer paso. Ella sabía que no solo 22 personas necesitaban ayuda. Había muchas más.

Las cosas que pasan en el supermercado. Jim fue a comprar alimentos. En una mesa, afuera, Carolyn de Rocco estaba haciendo sensibilización sobre el alzhéimer. Era supervisora de programas y educación de la seccional de Connecticut de la Asociación del Alzheimer. Estuvieron charlando hasta que él fue a casa y regresó con Geri.

Unos meses después llegaron a las oficinas de la organización en Southington.

Eleonora Tornatore-Mikesh, la directora, no estaba, pero llamó por teléfono y conversaron. La pareja habló de apoyar estrategias, de correr el velo. La directora les contó sobre un programa de sensibilización anual reciente: “Campeones”. Contaba con grupos para enfermos llamados “Conseguir un propósito para los enfermos de alzhéimer (GAP, en inglés).

Solo tenían 65 participantes pero la asociación quería ayudarlos a crecer.

Geri dijo que le sorprendía cuánta gente permanecía oculta.

Sí, respondió la directora. La asociación se ofrece a llevar presentaciones a distintas empresas pero los gerentes dicen: “Bueno, creemos que nadie está enfermo”. Luego en la charla aparecían 80 o 90 personas. El estigma. La negación. El escondite.

Geri habló, se perdió. “Perdona, pierdo el hilo”. Volvió a empezar. “Si permanece oculto, la gente no desarrolla las estrategias que necesita para compensar los déficits y caen lentamente en un estado de incapacidad”.

Era cierto, dijo Carolyn, y recordó a una mujer que como no podía recordar dónde se guardaban los platos, había puesto puertas de cristal en los armarios. O el marido que se preocupaba porque su esposa pudiera perderse al ir a hacer el mercado y temía no recordar lo que ella vestía así que había decidido que llevarían camisetas del mismo color.

No hace mucho, Geri había descubierto una página en internet: “To Whom I May Concern (A quien yo corresponda)”. La manejaba Maureen Matthews, enfermera de psiquiatría, para que enfermos con los primeros síntomas de demencia actúen en obras para mostrar cómo se sienten. Geri vio algunos vídeos y de inmediato sintió que lo entendía.

Una persona dice: “La gente se toma el diagnóstico como una declaración oficial de que ya no cuentas” o “No es que queramos que la gente nos trate como a enfermos de alzhéimer pero sí que reconozcan que lo tenemos. ¿Es confuso, verdad? Bienvenidos a nuestro mundo” o “Vamos a llegar al final. Pero no hoy”.

Eleonora decía que los enfermos querían tener voz en la organización, por lo que les habían preguntado si querían cantar una canción sobre el alzhéimer. La respuesta fue obvia, inmediata. Consiguieron a una cantante, Beth Styles, y en una coincidencia de la vida, a Maureen para que le diera ideas al grupo. No podía ser demasiado alegre, la enfermedad es monstruosa, y no querían minimizar las partes miserables. Pero insistían en que había algo de belleza en quienes la sufrían. Que quedaba vida. Debían mostrar eso.

“Soy buena abuela y buena madre”, dijo la directora de la organización “pero queremos que el público escuche una historia real, tengo alzhéimer y creo que la canción puede ayudar”.

Beth Styles la escribió. No la había terminado pero estaba casi lista. Los miembros del grupo de apoyo harían los coros. Quizás las emisoras de radio la pondrían y la gente entendería un poco más.

Geri lo escuchó todo por un altavoz que decía lo que ella quería oír y le pedía ayuda. Que hablara. Conviértete en una de las “campeonas”, conviértete, quizás, en representante de la organización para todo el país.

Geri comenzó a llorar. Eso era lo que quería, que los enfermos de alzhéimer vivieran con dignidad, sin vergüenza, que descubrieran formas de seguir adelante. Y esta mujer estaba diciéndole algo que ella quería oír. Geri nunca había llorado por ella misma. Nunca había sentido lástima por sí misma. Pero esto la hizo llorar.

“Puede que escuchándote deje de dar tantas vueltas por la cocina”, dijo.

“Aún no hemos tenido nuestro momento, pero lo tendremos”, respondió Eleonore.

¿Querían escuchar la canción?

Carolyn trajo su computadora y la puso. Se llama “Life is beautiful”.

Me desperté una mañana,

abrí los ojos,

ya no era lo mismo

Las cosas que antes me parecían tan naturales

ahora no recuerdo sus nombres…

La canción era magnífica. La historia que contaba también. La envolvió.

Mírame a los ojos

descubrirás recuerdos

de un cielo dorado de verano

Aunque no recuerde cosas que fueron

La vida es maravillosa

cuando me recuerdas.

Geri se había acercado a la computadora y escuchaba en silencio. Sin mirar, le agarró la mano a su marido.

Compararon los temblores. Pusieron las manos rectas. Las examinaron.

“Mira, tiemblo como tú”, dijo uno.

“No, mira esto”.

Rieron. Era una forma de empezar el almuerzo.

Afuera de la sala, los participantes de los talleres de memoria se mantenían en contacto con ella. Cuando estaba de viaje, la extrañaban. Les enviaba mensajes. Llamaba. Una vez al mes trataban de salir a almorzar.

Era un día de otoño, fresco y sin viento. Se encontraron en un restaurante informal y escogieron una mesa en el fondo.  Su amigo, el ingeniero de software, un trabajador social, y un profesor de música. Algunos aún vivían con cierta clandestinidad, decidiendo con mucho cuidado quién debía saber lo que les pasaba.

Geri pidió waffles con crema.

Hablaron de esto y aquello, de un nuevo integrante en el grupo que no se llamaba Bill sino algo parecido. De cómo llevar los martinis sin derramarlos porque, como dijo Geri, “esos vasos son tan pesados”.

Alguien dijo: “Saben, nos llevamos muy bien”.

Geri respondió: “Porque desde el primer momento sabemos algo muy importante los unos de los otros”.

Otro añadió: “Te hace bajar la guardia”.

Geri dijo: “Es como que cuando sabes lo peor de mí, o lo segundo peor, ya estás adentro”.

Picó de los waffles. Ahora estaba comiendo meriendas más pequeñas. “Cada vez tengo menos apetito y soy más caprichosa. Las cosas ya no saben tan bien. Todo sabe igual”, admitió.

El ensayo clínico avanzaba, ya había comenzado la fase tres. Iba a recibir el medicamento real sin ninguna duda. No podía saber si había servido de algo, sabía que la cabeza estaba siempre en estado de emergencia y el mundo se volvía algo borroso. Le preguntaba a su marido qué día era. Volvía a preguntárselo poco después. Con alzhéimer siempre pierdes. Pero quizás sin el ensayo sería peor.

“Últimamente, paso el tiempo buscando cosas que acabo de guardar: unos zapatos, un plato… guardo algo, me doy la vuelta y vuelvo a empezar desde cero sin encontrar lo que había guardado porque está guardado. Me pasa dos veces al día”, admitió.

Cada vez se daba cuenta de que dejaba más frases a medias. El alzhéimer puede acabar con el lenguaje por completo. Le pasó a una mujer que había estado en el taller. Se había quedado muda, solo emitía sonidos. Geri tenía miedo de que sus propios pensamientos quedaran encarcelados para siempre en algún momento.

Los Taylor se conocieron en White Plains, hace más de dos décadas, cuando sus hijos estaban en la misma sección de escultismo. CreditMichael Kirby Smith para The New York Times
Tuvo una idea: aprender lengua de señas. “Los niños aprenden a señalar antes que a hablar”, dijo. Se lo contó a su marido y a su hijo. Que si los tres aprendían, el día que eso pasara, si pasaba, podrían comunicarse. Poco después, su hijo le envió un vídeo en el que decía: “Buenos días, mamá”. Había aprendido gracias a YouTube.

Otro dijo: “No me preocupo tanto por encontrar las palabras sino por mantener la imagen de lo que hice el día antes”.

Y otro añadió: “Lo primero que olvidé fueron los restaurantes. ‘¿Recuerdas dónde comimos hace dos días?’ No”.

Una mujer mencionó que le habían regalado una colcha por participar en un ensayo clínico de un inhalador. Era algo relacionado con el alzhéimer. Los enfermos suelen sufrir de manos temblorosas y la gente hacía colchas para que tuvieran las manos ocupadas. Colchas bordadas.

Hablaron de cómo les iba con el dinero.

“Fui a la tienda y pedí pan y leche”, dijo Geri. “Me dijo cuánto era, estaba confundida, le di un billete de 20 dólares y esperé haber acertado”.

Otra de las mujeres: “Lo que me asusta es que escribí un cheque y cuando lo leí no es que estuviera desordenado, es que no tenía la información necesaria”.

Un hombre: “Todavía estoy pendiente de mi cuenta, pero si hago un retiro superior a una determinada cantidad, mi hijo recibe una notificación. ¿Para qué es este cheque de 30.000 dólares?”.

La mujer: “¿Otro vehículo?”.

Geri: “Qué bueno, tienes a alguien que te cuida”.

Y así habían pasado más de tres años desde que Geri no se reconoció en el espejo por primera vez.

Cuando se jubiló, se preguntaba qué haría con el tiempo libre. Había tomado notas sobre sus pensamientos y creía que algún día las pondría junto a las fotos de los pájaros. Pero cuando revisó las páginas, no le encantaron.

Ahora, con las sesiones de estrategia y lo que hacía en Connecticut había hallado su respuesta. Estaba clarísimo. Este era el segundo acto perfecto: algo relacionado con su experiencia en el sector salud, ayudar a otras personas a navegar la oscuridad del Alzheimer y tratar de redibujar la enfermedad.

Con ese objetivo sentía que había encontrado un equilibrio. Que el alzhéimer se había convertido en su propósito. “Si eres carpintero quieres seguir construyendo muebles”.

Eso es lo que podía hacer. Seguir construyendo muebles.

La vida se había convertido en una procesión de pequeños placeres. Las cosas eran menos difusas, cada esquina de su vida era especial. Y con su gente, además, todo era real.

Terminaron la cena charlando. Nadie tenía prisa.

Alguien comenzó a hablar de un programa de televisión sobre un hombre que toma una pastilla y durante doce horas se convierte en la persona más inteligente del mundo. Lo utiliza para resolver crímenes.

Otro dijo: “¿Eso no sería perfecto para nosotros?”.

Una de los mujeres dijo: “Aunque sea pura fantasía”.

“Imagínate eso”, dijo Geri, “seríamos los más inteligentes.




REFERENCIA: http://www.nytimes.com/

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